Síguenos en redes sociales:

Volar

Hagan la prueba cuando se suban a un avión. Aparentemente, todo es normal, pero si se fijan con detenimiento, verán parejas agarradas de la mano, con los nudillos blancos; pasajeros presuntamente dormidos cuyas nueces suben y bajan en las gargantas al ritmo de sus acelerados corazones, viajeros cuyos pies golpean repetidamente el suelo, como Lars Ulrich cuando estaba fino... Es lógico, por mucho que las leyes físicas lo expliquen perfectamente, que un cacharro de cuarenta y pico toneladas se levante del suelo y eche a volar no deja de ser un milagro cotidiano cuya consumación depende de dos personas con traje, y antaño con gorra de plato, que no conocemos y de las que solo sabemos que sus destinos y el nuestro estarán unidos durante unas horas. Se quejan, a raíz del accidente del Boeing casi recién estrenado, de que de nada sirve la tecnología más puntera, el software más avanzado, si no les enseñan a manejarlo al detalle. En todo caso, lo mejor para volar con tranquilidad es echar mano de la estadística; es más probable que nos la peguemos con el coche yendo al aeropuerto que tener un incidente allá arriba. Además, a los pilotos les interesa tanto como a nosotros, como mínimo, que las cosas vayan bien.