Recuerdo caminar las mañanas del domingo de la mano de mis padres hasta las Ramblas. Los puestos de flores y los de periódicos. Recuerdo las tardes de los sábados tras la película de la sobremesa, salir a pasear por aquella avenida llena de gente y sospechar que todos ellos habían esperado como nosotros a que acabara la peli para salir a respirar. Recuerdo los artistas callejeros. Y aquella bombonería enorme con un escaparate tentador que yo sitúo, no sé si con fundamento, próxima a la Plaza Catalunya; y el paso de peatones que cruzaba hacia el edificio de Telefónica, que me parecía que era el lugar del mundo donde se cruzaba más gente. Recuerdo los escaparates navideños de los grandes almacenes de la Puerta del Ángel y los trileros en la Plaza Real. Recuerdo que ir a pasar una mañana a Montjuïc me parecía una auténtica aventura, otear la ciudad de las alturas y pasar el rato viendo a aquellos señores del tiro con arco que me recordaban a Robin Hood. Recuerdo muchas cosas de aquellos cinco años en Barcelona; los recuerdos y las vidas, los que seguramente se paralizaron y se grabaron a fuego el jueves en esa ciudad. Los que se segaron. Igual que antes en Madrid, en París, en Bagdad, en Londres, en Nueva York, en Pakistán, en Bruselas... Cuánta muerte, cuánto odio. Qué pena.