Cortado mañanero post-final futbolera y, aunque parezca mentira, la conversación en el bar de cada mañana no iba sobre el tema de la pelota sino sobre la cuestión de las pelotas. En el mismo fin de semana, tres asesinadas que sumar a una lista que ya es demasiado larga sólo por existir. Los parroquianos estaban con un cabreo del quince porque un político vasco bien conocido decía en una red social que quienes pitan a una marcha militar convertida en himno de un estado son unos hijos de..., a lo que mis compañeros de barra respondían dos cosas en las que, por otra parte, no tuve más que darles la razón. Primero, que igual -así, a lo loco- es más importante un asesinato que 40.000 personas silbando. Segundo, que por unas razones o por otras, algunos siempre terminan echando mierda sobre las mujeres (en este caso, a las madres). Claro, luego de aquellos polvos... A la fiesta de la estupidez se suma una noticia del periódico que habla de un tenista que al creerse el más listo del pueblo aprovecha su presencia en Roland Garros para, frente a una cámara, dedicarse a dar besos en el cuello a una periodista que lo único que intenta es hacer su trabajo. Alguno de los presentes en el bar propone una solución relacionada con un cascanueces. Hombre, no sé yo...