Seamos honestos. Igual que el gol de Theo nos hizo creer que se podía dar la campanada, los dos goles pim-pam de Neymar y Alcácer nos sumieron de pronto en la decepción. Y no nos engañemos, si hubo ese sentimiento de decepción fue porque hubo también convicción, fe y esperanza. La afición albiazul creía en la posibilidad de la victoria, por encima de esa lógica que aunque no siempre signifique justicia suele acabar imponiéndose como una apisonadora. Pero superados esos instantes de vacío emocional, el graderío albiazul en el Calderón -que al final fue la prolongación de todo el territorio- volvió a dar la misma lección que se ha venido observando en Mendizorroza toda la temporada. El sábado, al concluir el partido, quienes coreaban el campeones eran albiazules. Dicen que más importante que la meta es el camino que te lleva hasta ella. Habrá quien piense que ese argumento es el refugio de los perdedores. Sí, el premio el sábado era levantar la Copa. Pero el camino que el Alavés -el equipo, todo el club, toda su afición- ha trazado hasta llegar a esa final le hacía digno y justo merecedor de ese trofeo y que le quiten lo bailao y lo disfrutado a jugadores y afición en el trayecto. Dortmund, Madrid... No pudo ser. A la tercera será la vencida. Pronto. Sin duda.