Años y años atrás, cuando los cánones de la moda no renegaban de los pantalones campana ni de los cuellos de camisa asolapados y los paradigmas de la estética masculina se ensortijaban en patillas de brusco bandolero, Vitoria podía presumir y lo hacía de un abanico de múltiples bondades que la conferían un papel principal entre las ciudades con ciertas aspiraciones de modernidad. Desgraciadamente, hoy todo aquello forma parte de la nostalgia, y no precisamente por el olvido en el que han caído los bajos abadajados de las perneras. Uno que por aquello de la curiosidad y de la necesidad se ufana de sus desplazamientos por razones de ocio y de negocio, se da cuenta de que las cualidades únicas de la Gasteiz de antaño han sido asumidas y superadas en otras latitudes y que ésta, capital de las capitales vascas, vacila en cada paso que decide dar o proyectar, sometida por los titulares de unos y de otros y por las consideraciones interesadas, por las protestas, por los berrinches y por los bochinches de estos y de aquellos. Cada plan, cada iniciativa y cada proyecto de ciudad nace sin consenso social y con la certeza de que quien gobierna tendrá difícil defender sus apuestas y de que, quien no gobierna, hará lo posible por apostar en contra.