Mi no es no obtuvo los mismos réditos que la versión original de esas tres palabras que ya han pasado a la historia política española. Es decir: ninguno. Se las trasladé con la convicción propia de un colibrí asustado. Pero, aun así, mi pequeña perorata me pareció contundente. Al menos, llegué a imaginarme al otro lado de la línea telefónica a la operadora cabizbaja, gimoteando en busca de compasión y tachando con un aspa roja de rotulador de rechazos el expediente que catalogaba al menda como potencial pichón. Tras dar por concluida la conversación, llegué incluso a regodearme con la eficiencia de mi poder de convicción, sin duda, labrado a destajo tras años de brega periodística. Sin embargo, la realidad volvió a alterar mi pequeño mundo de fantasía con el habitual tono del móvil. Al contestar, una voz nacida en el mismísimo averno me resituó en el apartado de pichones y volvió a usarme como blanco de todas las malas artes del marketing directo. Colgué sin más y decidí instalar en mi teléfono una app de rechazo de llamadas armada con varios números que creía sospechosos. Al día siguiente, la aplicación me notificó hasta 10 intentos baldíos de varios desconocidos. Intuyo que era para venderme la burra. Si eso no es acoso, que venga el legislador y lo vea.
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