Hoy, uno de mis interlocutores me ha soltado en la cara aquello de que el trabajo dignifica. Me lo he tragado sin contemplaciones, sumiso al dictamen impuesto por los buenos modos. Pero, pasado el mal rato inicial, he de reconocerles que me ha costado digerirlo. Entre ardores de conciencia y acidez de escrúpulos, he sufrido la mañana hasta el punto de tener que derramar el contenido de mi buche emocional en estas cuatro letras. Porque, bien mirado, el trabajo hace siglos que dejó de ser digno. Al menos, para un buen número de vecinos de este territorio histórico que, ajenos a la oficialidad del discurso de la milagrosa recuperación económica, padecen la enfermedad del empleo precario, que no se puede combatir con medicina farmacológica alguna, o la anemia del desempleo. Reconozco que los datos, los registros institucionales y las sesudas estadísticas de las distintas administraciones confirman la firma de un gran número de contratos diarios, cada vez más. Y, sin embargo, la experiencia dice que de la cantidad no sale la calidad. La temporalidad en los contratos roza el 25% en Euskadi, hay trabajadores que han encadenado decenas de contratos en apenas meses de experiencia laboral y las cifras de parados alcanzan cotas indecentes. Lo dicho, difícil de digerir.