uno de los primeros recuerdos que guardo en la memoria es el de un pequeño prado lleno de flores y bichos volantes, cerca del Zadorra, un escenario que no puedo acertar a describir correctamente porque las palabras pueden ser muy elocuentes, pero no alcanzan a reproducir con fidelidad la impresión que produce en un niño de cuatro años su primera percepción consciente de la primavera. Ahora la Naturaleza acaba de estallar de nuevo, y dado que pronto nos acostumbraremos a vivir con ella, es preciso degustar la sensación de que otra vez es la primera vez, la sorpresa ante algo que parecía olvidado, pero que reconocemos al momento, que nos traslada treinta y pico años atrás inmediata y nítidamente. Debemos apreciar estos pequeños grandes regalos; son muy pocos los minutos en la vida en los que entre cosas que hacer y cosas que hacer podemos sentir de forma absoluta el olor de la hierba, el crujido de la nieve virgen bajo los pies, o el picor del salitre del mar en las mejillas recién tostadas por el sol. El paso de los años crea tolerancia, y cada vez se hace más difícil dejarse impresionar. Sin embargo, los sentidos están ahí para mostrarnos la vida en toda su magnitud. Sería de tontos no atender a sus reclamos.