Cuando hablamos de fanatismo, en estos tiempos que corren, enseguida nos viene a la mente un tío con barba y dedo en alto amenazando a todo dios por Internet, pero realmente esa pasión, específicamente humana, se extiende por doquier y afecta a múltiples ámbitos sociales. Hay fanatismos extremos, que por regla general suelen ser incompatibles con los derechos humanos, y los hay también de baja intensidad, desde los ofensivos hasta los ridículos. Todos, sin embargo, tienen un punto en común. Suelen constar de unas pocas reglas básicas e inamovibles, fáciles de memorizar y de repetir, y por eso el fanatismo es un buen refugio para los mediocres, que abrazando las tablas de la ley que más les atraiga del catálogo disponible ya no tienen necesidad ninguna de pensar, y mucho menos de enfrentarse a las contradicciones internas que le surgen a cualquier ser humano a nada que tenga conciencia de sí mismo. Además, el fanatismo sirve para desviar la atención cuando vamos perdiendo un combate dialéctico; basta con encontrar un hueco para hacer un Umbral y hablar de nuestro libro. Si el rival pica y responde habremos conseguido salir del rincón, estaremos en terreno conocido y nos iremos con la ilusión de que, como siempre, tenemos razón.