Discúlpenme. Ya imagino que no será plato de buen gusto abrir el periódico y toparse de buenas a primeras con este amago de ejercicio periodístico, sobre todo, si el mismo va acompañado por la imagen que por decreto tiene que acompañar a este desvelo literario. Pero, como no queda más remedio, procuraré acabar rápido. Y, si puede ser, sin provocar demasiadas arcadas. Así que he decidido trasladarles una rápida reflexión. El caso es que según me acodaba hoy en mi barra preferida, en la que conocen al dedillo mis anhelos espiritosos y el horario en el que conviene aligerar con más o menos hielos el contenido de mi consumición, mis ojos no han podido esquivar un espectáculo al que me atrevería a calificar como dantesco. Junto a la tragaperras había un mozo que soportaba la cintura de su pantalón cerca de las rodillas y que aireaba con orgullo su ropa interior. No crean que soy un remilgado, pero es que en ese instante he caído en la cuenta de que los humanos a veces son (somos) muy ridículos. Que quede claro que pienso que cada uno es libre de enseñar el culo como le dé la gana. ¡Faltaría más! Sin embargo, creo que por puro convencionalismo deberían quedar proscritas ciertas prácticas que, en el mejor de los casos, estarían tildadas como insalubres.