La ausencia y el distanciamiento público del Partido Popular -y de UPN- del manifiesto que el resto de las formaciones políticas y las principales centrales sindicales de Euskadi han suscrito en torno al desarme anunciado de ETA para el próximo sábado no sorprende pero sí llama a la reflexión sobre la corresponsabilidad de cada uno de los agentes políticos y sociales en Euskadi, también en los estados español y francés, en la consecución de la convivencia normalizada en nuestro país. Aunque no se pueda, ni se deba, ignorar el daño que la violencia de ETA ha causado a la sociedad, los dramas personales que ha generado y los consiguientes efectos y reacciones que, más de cinco años después del final de su actividad, aún provoca, la representación política lleva inherente la obligación de colaborar en pos del bien común y en este caso ello implica, como expresa el manifiesto, que se presentará hoy en similares términos en el Parlamento Vasco, afrontar el reto de superar las secuelas de la confrontación, desarmar la palabra, encauzar democrática y civilizadamente las legítimas diferencias y gestionarlas mediante el diálogo. Instalarse en la negación, para lo que además se utilizan formas no lejanas al desprecio del otro, como hizo ayer la secretaria general del PP del País Vasco, Amaya Fernández, y justificarlo con una pretendida defensa a ultranza de las víctimas que, sin embargo, la consecución de la paz definitiva -con sus lógicos pasos de cese de actividad, desarme y disolución- no discute ni disminuye; únicamente contribuye a dificultar la normalización. Como sucede también con la batalla del relato en que algunos (pero también los otros) pretenden convertir cada avance hacia la convivencia con la excusa de la deslegitimación de la violencia como método para que no vuelva a producirse cuando en realidad esa deslegitimación ya se ha hecho más que patente incluso en aquellos que durante décadas la habían comprendido. Tanta resistencia a la normalización -el extremo condicionamiento de los pasos para alcanzarla no es sino resistirse a ella-, no hace sino distanciar de la sociedad que la exige a quien la mantiene, especialmente si no se origina por un comprensible principio ético de rebelión frente a la violencia sino por un imperdonable espurio motivo de amoral uso político de sus consecuencias.
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