lejos de atemperar mis trastornos, volver a pisar este pequeño reducto consagrado a la libertad de expresión provoca en mis cortas entendederas una sensación de ácida repulsión hacia el mundo. Es un diagnóstico que acostumbra a agitar mis desequilibrios habituales, que son de toda índole y condición, y que se agravan según avanza con desmesurada celeridad la regresión de mis añorados tributos de juventud. Creo que éste es el punto en el que he de confesarles que mi malestar tiene mucho que ver con la razón de mi negociado, ya saben, aquello de trasladar con criterio y veracidad la realidad que rodea a la sociedad, que a veces tiene muy poco de agradable. Verán, oigo, escucho y leo con atención a los sucesores del discurso del miedo en Vitoria retomar con ganas y ahínco el libelo que relaciona a los terroristas yihadistas con los perceptores de ayudas sociales. Al mismo tiempo, observo cómo los graves ataques, estragos y algaradas contra la universidad dejan de ser una anécdota en Gasteiz y que hay personas y personajes que siguen tratando a la mujer como mero objeto, incluso, en la semana que trata de concienciar sobre lo contrario. Y así hasta completar una nutrida colección de titulares de lo más ocurrentes que me provocan mil y un ardores, pero no en el estómago, sino en la sesera.