defraudar está mal, defienden desde las instituciones. El impago o la evasión de impuestos implica una merma general para la sociedad; no habría carreteras ni colegios ni hospitales... continúan arengándonos. Y todos estamos de acuerdo en que tienen razón. Incluso coincidimos en que es necesario cotizar para dotarnos de servicios comunes que serían imposibles de afrontar de manera individual salvo, quizá, en el caso de los muy ricos. Como estamos socializados, creemos en esta organización en la que se nos obliga a dedicar una parte de nuestros salarios al bien común. La mayoría no lo discutimos demasiado porque, simplemente, no tenemos opción alguna de defraudar. Cuando toca la Declaración de la Renta ya no hacen falta casi ni papeles. El funcionario le da a una tecla de su ordenador y ahí sale todo, hasta nuestra talla de calzoncillos. Y sin embargo sigue produciéndose un fraude que tanto las instituciones como los más o menos ilustrados ciudadanos percibimos mucho mayor que el que se destapa. También existe en el acervo común la sensación de que roba el que puede, generalmente el que más tiene o el corrupto. Y de que salen impunes en la mayoría de los casos. Así es complicado convencernos de que pagar es bueno, claro.
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