Tengo la sensación de que al responsable de la creación de la humanidad, sea quien sea el fulano en cuestión, se le olvidó por completo incluir en un buen número de individuos la capacidad de vivir en comunidad. Es cierto que, según pasan los años, mi paciencia para según qué ralea va disminuyendo a la misma velocidad que el tamaño de mi flequillo. Sin embargo, junto al progresivo repunte de mi nivel cascarrábico aparecen aptitudes y comportamientos que hacen que mi confianza en mis congéneres se sitúe a la altura de la panza de una lombriz, bicho que, dicho sea de paso, me empieza a parecer hasta simpático. Al menos, los lumbrícidos hacen lo que se les presupone en el subsuelo. Y eso ya es más de lo que son capaces de procesar gran número de personas y personajes de los que pululan por esta ciudad. Sin ir más lejos, éste que escribe y suscribe estas líneas se topó el otro día con una señora de mediana edad en uno de esos barrios recién nacidos. La citada, vestida conforme a los preceptos dominantes, iba con sendas bolsas de basura que decidió aparcar junto a una farola antes de seguir su camino con su pachorra habitual. Y todo ello a escasos pasos de los contenedores. Fue entonces cuando comprendí que hay lombrices con más empatía que según qué seres humanos.