Discúlpenme el tono, pero es que me he puesto a escribir estas líneas justo después de ir a tirar la basura. Y no hay nada que me enerve más que la gente guarra y aquélla que tiene la consideración hacia los demás ubicada allí donde la espalda pierde su nombre. Verán. En mi diario caminar hacia las bocas del sistema neumático de recogida de desperdicios urbanos para cumplir fielmente con mis deberes cívicos tiendo a encontrarme las citadas estructuras trufadas de bolsas con todo tipo de residuos. Pero, lejos de estar depositadas donde deben, muchas se encuentran diseminadas por el entorno, algunas entreabiertas y otras mostrando sin decoro y con todo género de crudezas visuales y olfativas los gustos y disgustos de los depositarios. Sé que en Vitoria ya se han abierto 40 expedientes sancionadores a otros tantos vecinos por mear fuera de tiesto, pero, a decir verdad, me parece un castigo no del todo acertado y no del todo justo. A mí, así en caliente, el cuerpo me pide devolver a sus legítimos propietarios las bolsas en el mismo estado en el que éstas se adocenan junto a los contenedores y hacer lo que sus dueños acostumbran a hacer. Es decir, esparcir sin demasiados escrúpulos ni miramientos el contenido de los bolsones por el interior de sus casas. Justicia poética, en cierto modo.
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