Curiosa ciudad ésta en la que nos ha tocado vivir y trabajar. Otrora, autocomplaciente en la suficiencia y por presidir todos los rankings de innovación social y de bienestar ciudadano. Hoy, un hervidero en el que se hace imposible caminar hacia nuevas cuotas de progreso por aquello de los palos en la rueda y de las zancadillas en el paso ajeno. He escuchado a más de uno de esos que alardean de ser vitorianicos de toda la vida (los cómicamente englobados bajo las grafías vtv) que es mejor mirarse al ombligo y paladear inmóvil el regusto dejado por el pasado que comprobar que otras ciudades han sabido mejorarse a sí mismas y afinar la vida a sus ciudadanos en muchos aspectos. No es sólo cuestión de comparar, sino de intentar definir objetivos y sensibilidades para caminar hacia un punto concreto. Y, si es posible, todos a la vez y con el mismo paso. Sin embargo, hasta la fecha, y desde hace demasiados años, eso es inviable aquí al parecer ésta la ciudad en la que el ilustre Lope de Vega, el fénix de los ingenios, se basó para escribir El perro del hortelano, aquél que ni come, ni deja comer al amo. En fin, que a lo peor hoy me he contagiado del virus del pesimismo, pero es que ya son demasiados años observando que, en esta ciudad, a perro flaco todo se le vuelven pulgas.
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