La negativa de la gestora del PSOE que dirige Javier Fernández a considerar la denominada “abstención técnica” que han solicitado nada menos que 8 de las 19 federaciones socialistas -nueve tras la toma de postura pública a favor de la misma de Pilar Cancela, presidenta de la gestora que dirige el PSdG gallego- y sus advertencias respecto a las consecuencias para quienes “desobedezcan” en la investidura de Mariano Rajoy el mandato del último Comité Federal parecen abocar definitivamente al PSOE a la ruptura. Más allá de la decisión del Consell Nacional del PSC de mantener su negativa a Rajoy, que ampliará la ya repetidamente evidenciada distancia entre este partido y su asociado PSOE -el PSC resultó de la fusión entre dos grupos socialistas catalanistas y la federación catalana del PSOE y formalmente es un partido autónomo- e incluso del sentido final del voto de quienes se resisten a abstenerse, la actitud intransigente de la gestora amenaza con convertir la hetereogeneidad que ha caracterizado y condicionado al socialismo español en un cúmulo de divergencias irreconciliables y agravios que desgajará el partido. En este caso, la enconada pugna por el control del PSOE y el temor de quienes han descabalgado a Pedro Sánchez a que este regrese con el apoyo de la militancia en un futuro congreso, lo que volvería a cambiar las relaciones de fuerza en el escenario político estatal, pesa tanto o más que las distancias ideológicas aunque estas, notorias en algunos casos respecto al modelo de Estado o las políticas socioeconómicas, subyacen asimismo en el fondo de la crisis socialista, azuzada por las intervenciones externas que a través de barones y factotums escoran a la formación que fundara Pablo Iglesias. En el cálculo de Javier Fernández y su gestora pesa más no abrir siquiera una rendija que permita a Pedro Sánchez votar no y, por tanto, presentarse al congreso como el guardián de las esencias y el representante de las bases del partido que la posibilidad de división que entraña desoír las opiniones y necesidades de la mitad de sus federaciones y de una mayoría de la militancia. Y pesa más aunque esa decisión conlleve el riesgo, cada vez más evidente, de que el partido que finalmente controlen resulte con un peso específico muy relativo, más allá del papel de bisagra, en la política estatal.