Siempre he creído en la gente de este país. Con nuestras luces y sombras, claro, pero no más que cualquier otro. Somos el país de Belén Esteban, del cazo y del pelotazo, sí, pero también el que se movilizó para quitar escombros tras el terremoto de Lorca o Haití; el que tomó las costas de Galicia llegado desde todos los puntos de España para ayudar con aquel chapapote de la vergüenza. O el de Angrois cuyos vecinos, sin pensarlo, vencieron al horror de aquella curva maldita bajando mantas, socorro y aliento a las víctimas del Alvia. Escuché decir a socorristas de Zarautz que acudieron a Grecia a rescatar familias sirias: “Parecía España. No había más que voluntarios españoles ayudando por todas partes”. Orgullo. Orgullo de gente. El país que más ayuda económica donó a Ruanda durante el genocidio tutsi y eso cuando apenas sabíamos ni colocarlo en el mapa. Nosotros, un país en el que los salarios no son, ni de lejos, de los más altos de esta Europa desalmada. Pero en el que podemos dar lecciones de dignidad a cualquiera de esos países modelo con los que nos comparamos constantemente. Y siempre para mal: nosotros peor; este país peor. Niego la mayor. Aquí nos pone a mil hablar de lo malos, envidiosos y ladrones que somos. Todo lo demás lo obviamos. Eso no cuenta. Nos va el rollo masoca. Y flagelarnos con el Lazarillo de Tormes. Con que somos así; que es nuestra cultura; que somos latinos y que no vamos a cambiar. Pero ¿y todo lo demás?, ¿no somos también Quijote? Hay que superar complejos. Y recuperar el orgullo. Lo necesitamos.