Un día cualquiera de esta semana. Bueno, el martes. Un parque cualquiera de Gasteiz. Bueno, uno pequeño entre las calles Bizenta Mogel y Koldo Mitxelena. Los dos protagonistas tienen unos 14 o 15 años. Ella está sentada sobre una pequeña valla. Él se encuentra de pie. Ambos charlan y yo paso a todo meter porque, como de costumbre, llego justito a una rueda de prensa. Pero el oído se me queda paralizado por un segundo. Él le está contando que se va a poner un pendiente en la oreja y le dice, “pero en la izquierda, que en la derecha es de maricones”, y ella sonríe apostillando, “ah, ya”. A mí, en ese momento, se me plantean cuatro posibilidades. La primera, pararme y meterle un buen par de leches a la criatura. Pero la violencia no va a ningún lado. La segunda, pararme y soltarle un discurso que a buen seguro hubiera sido recibido con: ¿qué puñetas estás diciendo, viejo? La tercera, pasar y dedicarme a lo mío. La cuarta, por la que me decanto, confiar en que el muchacho simplemente esté afectado por la estupidez de la pubertad y el intento, claro y evidente, de ligarse a la muchacha impresionándola. Esta última sería la mejor, puesto que este tipo de tontería se cura con la edad. Aún así, no sé si hice bien. De hecho, todavía no tengo respuesta.