El otro día me di cuenta de que estaba hablando solo. “Que lo arrolle”, decía. “Que lo arrolle, que lo arrolle, que lo arrolle”. La señora que estaba a mi lado en el autobús también se daba cuenta. Miraba a la niña que la acompañaba, seguramente su nieta, y me miraba con cierto disimulo, quizás asustada. “Que lo arrolle, que lo arrolle, que lo arrolle”. Acababa de cerrar el libro y ya estaba en pie junto a la puerta central del autobús número ocho, el que va a las universidades. Estábamos parados en medio de la Avenida de Gasteiz. “Que lo arrolle, que lo arrolle, que lo arrolle”. Estábamos de nuevo en marcha. Y otra vez estábamos parados. “Que lo arrolle, que lo arrolle, que lo arrolle”. Creo que el chófer tuvo que sortear seis vehículos detenidos en segunda fila, y no siempre es fácil cambiar de carril. Pararse en la Avenida de Gasteiz está prohibido, se trata de una vía preferente con raya roja, pero diríase que a nadie le importa. “Que lo arrolle”. La señora ya se pone nerviosa y me sale del alma un “¡arróllelo!” en voz alta, unos metros antes de mi parada, frente a los juzgados. El chófer mira hacia atrás, maniobra para evitar el último vehículo en segunda fila, pero no puede llegar a la parada. La ocupa un autobús del servicio foral interurbano. No debería estar ahí, pero arrollarlo es más complicado.