Es reciente costumbre de una de las diferentes administraciones que nos rodean cuantificar lo que cuestan los servicios públicos en la sanidad. Debo de ser un zote redomado, porque no acabo de comprender cuál es el objetivo que persiguen los próceres que, negro sobre blanco, ponen números junto a las columnas de diferentes operaciones médicas, ya se trate de un trasplante de corazón, una sesión de quimioterapia o una extirpación de golondrinos. ¿Qué ganamos los ciudadanos conociendo el importe exacto de un tratamiento médico? Quienes pagamos nuestros impuestos porque estamos retratados en nóminas no tenemos necesidad de saber si resulta más caro hacer dos noches que tres en un hospital público, algo para lo que nuestro intelecto ya alcanza; tampoco nos enriquece tener la certeza de que una intervención quirúrgica para poner en sus respectivos lugares la tibia y el peroné resulta más onerosa que las largas curas, con gasto de yodo y gasas, tras la eliminación de un forúnculo traidor en el coxis. Pagamos impuestos por el bien común y para disfrutar de servicios, y en ningún sitio está escrito que debamos conocer el importe de cada uno de ellos. Tampoco está escrito que no debamos conocerlo, lo sé, pero a mí esos precios no me aportan absolutamente nada.