De pequeños jugábamos a construir torres de naipes con la baraja de Fournier. La clave estaba en forjar una buena base y darse tiento y maña al colocar la carta adecuada en la cúspide para que el edificio no se desmoronase. Aun así, sabíamos que este último naipe era reemplazable en caso de que no encajase por alguna doblez. Bastaba con sustituirlo por otro si no servía a nuestro objetivo. En cambio, si nos obcecábamos en justificarlo arriba a toda costa, corríamos el riesgo de que la torre se viniera abajo. De mayores, en cambio, jugamos a construir torres con personas. Pero se nos olvida que la clave está en asentar una buena base y elegir a conciencia la mejor pieza para coronar la pirámide social. Pasamos por alto que las personas, como las cartas, también son reemplazables en caso de que adolezcan de alguna doblez, en caso de que se corrompan. Ocurre entonces que cuando el as de la baraja se tuerce, en lugar de sustituirlo rápidamente, nos empeñamos en mantenerlo por miedo a que el que está por venir se tuerza todavía más. Y con el tiempo, el hedor de la carta podrida contagia al resto de la baraja hasta alcanzar la robusta base de la torre, que también corre el riesgo de desmoronarse delante de nuestras inodoras narices. Y ésa es la que cuesta levantar.
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