El segundo informe sobre delitos de odio en el Estado español, realizado por el Ministerio del Interior, no hace sino evidenciar la todavía escasa percepción pública de la gravedad de un problema tan antiguo como la humanidad, así como la falta de articulación de medidas para paliarlo. Al contabilizar lo que la OSCE define como toda infracción penal contra personas o propiedades en los que la víctima, el lugar o el objeto de la infracción se selecciona a causa de su relación con un grupo definido por su raza, etnia, nacionalidad, idioma, color, religión, edad, minusvalía, condición social u orientación sexual, el propio cómputo de los delitos registrados por los cuerpos policiales en el Estado -un total de 1.285 durante el pasado 2014- confirma la presunción de la Agencia de la Unión Europea para los Derechos Fundamentales (FRA) de que entre el 60% y el 90% de las víctimas de estos delitos no denuncian su caso. Así, la pretensión del ministro Jorge Fernández Díaz de convertir al Estado español en presunta avanzadilla frente a los delitos o crímenes de odio contrasta de modo incuestionable con la realidad legislativa y la práctica policial. Y es que la normativa constriñe sobremanera las actuaciones para proteger el derecho a la no discriminación. De hecho, en el Estado español ni siquiera existe una legislación específica sobre los delitos de odio y la única circunstancia que puede considerarse como tal -el artículo 22.4 del Código Penal que estipula el agravante de discriminación- conlleva una dificultad de aplicación confirmada por las estadísticas. Esta carencia dificulta la persecución de estos delitos, cuando incluso en los países que sí cuentan con legislación adaptada contra la intolerancia no siempre se logra la aplicación de la ley. En otras palabras, el esfuerzo que pretende el Ministerio del Interior al contabilizar los delitos de odio como tales presenta, en primer lugar, la carencia de sus propias limitaciones legislativas y adolece, además, de otra carencia fundamental para la persecución policial, como es la percepción social de una lacra que en el 35% de los casos se desarrolla dentro de los domicilios y en la que el 54% de las víctimas son mujeres y más de la mitad, menores de 40 años. Porque sólo conseguida esa percepción social sobre la extensa realidad del problema, los datos podrán efectivamente representarla.
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