Mi madre, con la habilidad terminológica que en ocasiones proporciona la experiencia, ha calificado acertadamente cómo se siente hoy la gran mayoría de los politicastros que nos rodean desde las instituciones con que nos desgobiernan. Están diarreicos, dice. Y se ríe feliz. Realmente se descojona. Carcajadas. Y yo río con ella cuando hablamos por teléfono. ¿Y qué creen ustedes que a mi señora madre, navarra con pasado en las Teresianas de Donostia, le lleva a emplear tal calificativo? Las cosas que hacen y dicen esos próceres cada vez que se publica una encuesta o una entrevista o una información o un reportaje y se menta, ¡shazam!, la palabra Podemos. Se les muta la faz. El gesto se les derrumba por los dos lados de la cara e intentan decir algo coherente: eeeeeeehhhhhggggg. Hasta ahí llegan en un primer momento. Luego empiezan a hablar de promesas imposibles de cumplir, de ausencia de programa o de programa mutante, de populismos con rabo y cuernos como los diablillos, de una suerte de venezuelitis, nueva enfermedad que debe de contagiarse en un pispás... En fin, se les llena la boca de tantos reproches que en realidad hasta resultan tiernamente alelados en su sufrimiento diarreico. Se cagan, señores. Se cagan de verdad. Y reconforta.