En todos los lugares de Europa hay mucha competencia, pero en nuestra cultural social, para lograr algo, además de esa competencia leal, vale todo; las estrategias más irrespetuosas son parte del plan de ataque. La trampa es parte del juego. Del deporte ha saltado a la vida social. Se acepta que todos lo harían, porque éste es un país de listos, se alega.
El que manda está ahí, lo tiene casi todo a su alcance y reclama de los subordinados su cuota parte de provecho y pleitesía. Se cuela en la política profesional gente muy servil y ególatra. Se extiende la idea de que es un juego de estrategias de poder del tú o yo, nosotros o vosotros. El resultado es una clase política enfermiza en su egolatría, conspiradora, sin capacidad de autocrítica y de denuncia.
En las estructuras de poder político democrático, tan frágiles, tan nutridas del pasado franquista, tan pilladas muchas autoridades y élites sociales por silencios mutuos, con tanto dinero alrededor y partícipes no pocos de esa cultura pública tramposa, la situación es una bomba de relojería. Desde el rey emérito para abajo, buena parte de la clase política, por acción u omisión, está pillada.
De acuerdo, no todos, pero son tantos que vician al conjunto y lo pervierten. El problema son ellos, pero lo son en la cultura del desprecio a lo público. Cuando lo de todos no es nadie y la trampa es parte del juego político y social, nace una perversión que reglas, leyes y estructuras no consiguen contener.