cuenta una anécdota apócrifa que un colegio religioso del barrio madrileño de Salamanca recibió en una ocasión el aviso de que cierta mandataria de la villa iba a visitar el Belén que habían montado con esmero las alumnas. Unas horas antes, un asesor de protocolo se adelantó a supervisar todo y, tras confesarse maravillado por las figuritas, comentó distendidamente que sólo faltaba la típica lavandera. Las madres anfitrionas, aturdidas, se lo tomaron en serio y corrieron a subsanarlo. Y para cuando llegó su Excelentísima, se encontró con un precioso Belén y, a modo de faldón alrededor de la mesa, lucía ya una gran bandera rojigualda que no dejara lugar a dudas sobre la adscripción del colegio. No pude evitar recordarlo cuando ayer regresé a Vitoria y, de sorpresa y sopetón, sin saber a qué venía, me topé una gran bandera con todos los sacramentos simbólicos: esa aspa cuyo origen evoca a un estandarte de los tercios de Flandes o a la cruzada carlista, plantada frente a esa Catedral de María Inmaculada inaugurada en pleno desarrollismo y con motivo de la festividad de Santiago Matamoros, a modo desafiante ante los estigmatizados magrebíes. Sólo falta que para La Blanca Carlos Urquijo se sume a la ocurrencia con la rojigualda, para que no falte ni la lavandera.