el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, ha denunciado ante el Congreso de los Diputados la falta de medios y leyes para luchar contra la corrupción en España. No es la primera vez. Torres-Dulce, otro cargo político nombrado a dedo por el Gobierno para controlar la actuación de los fiscales, ya mantuvo el mismo discurso hace apenas seis meses. Pero no parece que haya hecho nada para que las cosas cambien. No se puede olvidar que la primera obligación jurídica del fiscal general es garantizar el cumplimiento de la ley, y si él mismo reconoce que carece de recursos humanos, materiales y legislativos para garantizar ese cumplimiento en el extenso ámbito de la corrupción, cabe preguntarse cuál es su función y cuáles las razones que le llevan a seguir en ese cargo. Porque la Fiscalía Anticorrupción, como el resto de la organización fiscal, depende jerárquicamente del fiscal general. Torres-Dulce enumera una realidad objetiva en juzgados de instrucción e incluso en los altos tribunales de justicia, la falta de recursos humanos y materiales en la Administración de Justicia española, pero debiera ser él mismo el que asumiera la responsabilidad política por la situación que denuncia. Sin olvidar que en muchos casos han sido las órdenes políticas dirigidas desde la propia Fiscalía General las que han determinado instrucciones para ralentizar, entorpecer o incluso paralizar determinadas denuncias e investigaciones judiciales sobre importantes tramas de corrupción, desde el caso Bárcenas al caso Blesa en Bankia. De hecho, la sociedad asiste perpleja al esperpéntico juicio contra el juez Elpidio Silva por su instrucción sobre las responsabilidades de Miguel Blesa al frente de Bankia en un desastre financiero, con importantes ramificaciones políticas, que arruinó a miles de inversores preferentistas y ha costado al conjunto de los ciudadanos miles de millones de euros. Si el juez Silva no está en perfectas condiciones para impartir justicia a Blesa, como insinúan quienes le acusan ahora, tampoco lo estaría, es de suponer, cuando juzgaba a ciudadanos corrientes. Y no deja de sorprender, además, la rapidez con que Silva ha llegado al banquillo, tenga más o menos razones su procesamiento, con la enorme lentitud en con la que se dilatan en el tiempo, hasta muchas veces la prescripción de los delitos con la complicidad de la Fiscalía, los más importantes casos de corrupción política. Quizás es el propio órgano fiscal en España lo que necesite una profunda reforma, además de más medios.