los primeros calores de la primavera y la llegada de los turistas -por muy raro que suene decir esto en Vitoria, una ciudad hasta hace poco sin apenas atractivo turístico y que aun parecía empeñada en que no viniera nadie a perturbar la paz- ha llevado a más de un entusiasta facilón a atribuir estas alegrías -el sol y los turistas- al efecto Capital Gastronómica. Para vender estadísticas vale, pero tengo mis dudas. Dos parejas amigas, cuyos respectivos hijos jóvenes les abandonaron haciendo sus propios planes de Semana Santa, han improvisado estos días una excursión a Vitoria aprovechando que habían visto no sé qué de la Capital Gastronómica en Internet. Bien, el reclamo funcionó. Ahora bien, me preguntaban luego cuál era el plan y, la verdad, no supe muy bien qué proponerles. Para salir del paso les sugerí un almuerzo caprichoso en el coqueto restaurante de un joven chef de Gasteiz que se reconoce ajeno a tal Capitalidad, un paseo por el Anillo Verde y la consabida visita a la Catedral vieja. Y es que quizás con la Capitalidad Gastronómica hemos diseñado un vistoso escaparate que está bien -no es lo de menos- pero luego dentro no hay dependiente y no sabemos qué ofrecer, aparte de una tienda deslavazada de sírvase usted mismo. ¿Cuál era el plan?
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