mohamed bouazizi se quemó a lo bonzo un 17 de diciembre de 2010 en una pequeña localidad de Túnez. Murió en el hospital días más tarde, un 4 de enero. Su gesto inició una ola de revueltas y manifestaciones en muchos países de la zona y dio origen a lo que enseguida pasó a conocerse como la Primavera Árabe. Hoy se cumplen tres años de aquel suceso. Conviene que no olvidemos.

¿Por qué lo hizo? ¿Qué lleva a un hombre a acabar así con su propia vida? Primero, le prohibieron seguir vendiendo comida con su pequeño puesto ambulante, el único medio de subsistencia para él y para su familia de su madre y seis hermanos. Además, la policía tunecina le confiscó el carro ambulante y lo maltrató a la hora de obligarle a cumplir sus exigencias. Humillado y desesperado, acudió a presentar una queja ante las autoridades locales, pero no le hicieron caso, por lo que decidió inmolarse. El resto es historia.

Los elementos que lo conducen al abismo son la humillación y la desesperación. Dos cosas que tienen idéntica cura: derechos y derechos humanos. Y la universalidad y la pertenencia de todos los habitantes del planeta a una misma realidad es lo que caracteriza la pretensión irrenunciable de la lucha por los derechos humanos.

¿Qué diferencia al tunecino Mohamed del británico Peter, de la asiática Chang, del africano Ngo o de la sudamericana Chavela? Sin duda, muchas cosas. Pero detenerse tan sólo en ellas es probablemente el modo más eficaz de alimentar el estancamiento moral de la humanidad. Porque, además de todos los aspectos que nos separan -el idioma, el color de la piel, la gastronomía o la música- todos compartimos anhelos absolutamente universales que se sitúan por encima de cualquier otra consideración y de los que surge una realidad que nos iguala de un modo absoluto: la dignidad.

Todas tenemos sed de justicia, todos queremos que se respete nuestra integridad, todas exigimos que se nos juzgue con imparcialidad, todos queremos que nuestro trabajo sea recompensado igualitaria y ecuánimemente, todas consideramos que el poder ha de estar sujeto a los deseos de los de abajo, y no los de abajo a los deseos de los poderosos, todos y todas compartimos un conjunto de aspiraciones irrenunciables. Los llamamos democracia, progreso moral o derechos humanos.

Y esa aspiración que todos compartimos fue lo que prendió tras la inmolación de Mohamed. Prendió en Túnez, en Egipto, en Libia, en Siria. Pero sobre todo prendió en los corazones y en las conciencias de sus habitantes, porque los corazones y las conciencias son los lugares en los que habitan primordialmente los derechos. Y esa experiencia demostró de nuevo que los derechos humanos son una aspiración universal compartida por todos los desfavorecidos de la tierra. Antes de que Mohamed iniciara la Primavera Árabe, todas las encuestas coincidían en que las poblaciones de esos países quieren democracia y derechos humanos.

Por eso es importante no olvidar, y mantener en alto la bandera de los derechos humanos. Y por eso desde Amnistía Internacional hemos promovido el apoyo al proceso de democratización en los países árabes que surgió ahora hace tres años y que sorprendió al mundo. Un proceso que ha conocido altibajos y cuya fuerza inicial se ha visto, en buena medida, contrarrestada por la plomiza inercia de las fuerzas del statu quo. Un proceso que no debemos olvidar, porque la lucha por los derechos humanos es la lucha por la dignidad de los hombres y las mujeres del planeta, y por eso nos incumbe a todos.