debe ser porque somos una sociedad con el fútbol en las venas, y cuando hablo de fútbol me refiero al apartado hinchada plus ultra. Asistimos a todo igual que si estuviéramos en las gradas de un estadio en un partido de máxima rivalidad, en el enésimo clásico del mes, en el derbi post fichaje/robo de la perla canterana, en un Boca-River en la Bombonera. Lo mismo da la cuestión en controversia pública. Aquí todo se mide en clave hinchada, en decibelios, en ganadores y en vencedores, en blanco o negro, en conmigo o contra mí. Y así, de la noche a mañana, con la misma naturalidad, el que se proclama defensor de la libertad pega un tiro por la espalda o el que se le llena la boca con la palabra democracia se desmelena con amenazas de muerte. Esto va así. Por supuesto, al melifluo que alguna vez se le ocurre surfear por los complejos terrenos del gris, a ver si va a resultar que el del fondo contrario tiene algún buen argumento -o que ambos comparten posturas igual de malas-, le sacudimos una oblea por equidistante, por traidor o por lo que sea. Conviene además que el hostión vaya adobado en banderas, himnos, bufandas y demás parafernalia varia, porque los símbolos nos igualan y nos identifican, pero también diluyen al individuo en la masa deja bien claro quiénes somos nosotros y quiénes son los otros. Luego están quienes agitan la coctelera, manipulan y utilizan, porque interesa, porque dan igual las consecuencias más allá. Y así, hasta la derrota final. Es nuestra historia. El triste legado de la violencia.
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