el debate está lanzado aunque, en realidad, ya está prácticamente resuelto. El baloncesto europeo se impone frente a las competiciones nacionales, abocadas a un papel secundario a medida que el ramillete de equipos más poderosos del continente vayan aliándose entre ellos y despegándose de los hermanos más pobres. La élite de este deporte cree que su supervivencia pasa por una Euroliga potente y restringida, que centre la atención de los aficionados en los días festivos y que no se vea entorpecida por disputas domésticas salvo como meros entrenamientos, o sea, los martes o miércoles. Los modestos, la mayoría de equipos, ponen el grito en el cielo porque saben que el mucho o poco negocio actual está a punto de desaparecer. Las ligas nacionales se convertirán en torneos menores, una especie de Segunda División con el inconveniente añadido de que no habrá opciones al ascenso. Los partidos más atractivos, los internacionales, se disputarán en los mejores horarios, no como ocurre ahora que hay que restarle tiempo a las horas de sueño en días laborales para gozar de la competición más importante. No está mal la idea aunque ello suponga una reordenación absoluta de este deporte a medida que se imponga esa ley de la selva que dice que solo los más fuertes sobreviven. Los débiles morirán o deberán conformarse con sobrevivir a duras penas. Los aficionados de los equipos escogidos disfrutarán más, pero mucho me temo que el resto, la mayoría, se desconecte del todo salvo en los Juegos Olímpicos. Como pasa con el balonmano, por cierto.