quienes escribimos este artículo nacimos después de la dictadura y tal vez por eso, como muchos jóvenes de nuestra generación, queremos conocer de una vez otro ambiente. Sentimos hastío ante la intolerancia, la ausencia de cultura de diálogo y el odio visceral hacia el otro, pero sobre todo nos repugna la violencia.

Después de tantos años así, el reto de nuestra generación y de toda la sociedad es cambiar la lógica del conflicto para pasar a una mentalidad de paz. Y eso requiere quebrar inercias negativas que se han manifestado de forma rutinaria y continuada durante los últimos años.

En este sentido, de la paz negativa -ausencia de violencia- tenemos que pasar a la paz positiva -convivencia- y para ello es preciso dedicarnos en cuerpo y alma a construir una narrativa honesta con nuestro pasado, respetuosa con las víctimas y capaz de pactar unos mínimos socialmente aceptados.

Las prisas, las ganas por pasar página, no deben hacernos dejar de profundizar en las consecuencias sociales que ha tenido el uso de la violencia. Porque si abordamos mal el hecho de la violencia ahora, se nos quedará como una tarea pendiente para dentro de varios años, como ha ocurrido en otras ocasiones, por ejemplo en el caso del golpe de Estado franquista.

Más allá de las cuestiones prácticas e inmediatas que hay que abordar, como el desarme y desaparición de ETA o los presos, es trascendental la forma en la que vamos a tratar de construir éticamente nuestro imaginario colectivo; es decir, cuál va a ser el cuerpo de ideas y actitudes con las que vamos a salir de ésta para asegurar no sólo una valoración compartida de lo ocurrido sino, sobre todo, para apuntalar una buena convivencia para el futuro.

La doctrina más extendida sobre la construcción de la paz asume que un objetivo clave es reconocer que la ausencia de toda expresión de violencia no es sinónimo de paz. Esta última empieza por consolidarse en una fase de paz negativa hasta que se consigue transformar en una paz positiva; es decir, una sociedad en la que las personas tengan plenas garantías para desarrollarse en su esfera individual y colectiva.

Por lo tanto, no sólo hace falta tener una mirada autocrítica hacia lo hecho por cada uno, sino que hace falta principalmente no admitir la lógica del conflicto como detonante de la violencia, ni construir un relato desde la expresión lo que ellos han hecho es peor. Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia es -o fue- más importante que la vida.

Por eso se hace urgente que sobresalga un discurso netamente respetuoso con los derechos humanos resumido en una idea: especialmente en democracia es intolerable que se asesine a una persona por pensar diferente y nada, ningún relato ni ninguna idea son más importantes que la dignidad de la persona.

Ninguna guerra, ningún hecho violento, tiene la honestidad de confesar que el dolor que genera, en la mayoría de las ocasiones, es más poderoso que la justicia por la que pretende luchar. Así pues, se hace necesario fortalecer esa parte pre-política de nuestra democracia.

Todo ello, matar al que piensa diferente, supone una aberración moral y humana inmensa y por ello conmueven los relatos justificadores, por su insensibilidad, por su deshumanización.

La deshumanización es aquella actitud que pretende arrebatar el rostro a la víctima y sustituirlo por una toga, un tricornio o una ideología. Deshumanización es romper la lógica de la persona como ser social, frente a la barbarie que supone matar. Deshumanización es cuando los mecanismos de inhibición biológicos de la violencia se paran y se sustituyen por otras categorías. En fin, deshumanización es la construcción del otro como objeto del odio, para hacer una valoración asimétrica del dolor.

Por eso los derechos humanos, su defensa y su gestión deben ser como una carretera con línea continúa, no como una vía con marca discontinúa. Por eso conviene cambiar la mentalidad de todos los derechos para los míos hoy, ninguno para los otros ayer.

No va a existir un relato único, pero si es deseable que haya un relato mayoritario. Por lo tanto, la parte central es, sobre todo, superar el proceso que trata de racionalizar el asesinato.

El mapa del sufrimiento es en realidad la foto de nuestra tragedia colectiva, que va mucho más allá del asesinato en sí mismo, porque afecta a nuestro imaginario, a nuestra ética colectiva, a la construcción social que hacemos del otro. Tiene que ver, en definitiva, con un espíritu de época lleno de violencia y relatos justificadores de esa barbaridad humana que es matar y humillar al otro sólo por pensar diferente.

Recogemos así las palabras de Jonan Fernández de "ir del desencuentro al encuentro social" y es importante para eso tener una actitud humilde, alejada de la arrogancia, autocrítica; es decir, que huya de los relatos autojustificadores. En este proceso no se trata de reescribir una historia de legitimación de ninguna forma de terrorismo, violencia o conculcación de derechos humanos. Ni debe servir para ensalzar la imagen épica de quienes han atentado gravemente contra la dignidad humana. No podemos luchar por salir de ésta con más razón o más reforzados políticamente, se trata sobre todo de que de esta salgamos con una calidad en nuestra convivencia razonable.

Cuando hace 18 años entramos a colaborar en Elkarri lo hicimos porque no queríamos que nuestra dialéctica política estuviera marcada -como la de nuestros padres- por la violencia. Hoy ya en otros ámbitos escribimos para que las próximas generaciones no se despierten con la televisión temblando ante la noticia de un nuevo hecho violento.