aprincipios de agosto, hace ahora un mes, los medios de comunicación se hicieron eco del enésimo atropello letal de un ciclista que se produjo en un barrio madrileño, con el agravante de que era de madrugada y el causante se dio a la fuga, dejando tirada y malherida a la víctima, cuando de haberla auxiliado seguramente en estos momentos estaríamos hablando de un herido y no de una muerte. Entonces conocimos que el fallecido -llamado Óscar- no practicaba deporte, sino que como tantos otros trabajadores en estos tiempos de crisis se dirigía a su puesto laboral en un medio de locomoción barato, ecológico, sin problemas de aparcamiento ni necesidad de garaje, ideal para los cortos desplazamientos.

La eficiencia policial hizo que el sospechoso fuera detenido unas horas horas después, siendo puesto a disposición judicial. Al parecer, el interfecto, un joven de 26 años, ya había sido condenado hasta en tres ocasiones por delitos contra la seguridad vial -por alcoholemia y conducción temeraria- teniendo prohibido conducir hasta 2017. Sin embargo, para indignación de todos, el magistrado de guardia le dejó en libertad con cargos, acusado de un homicidio con imprudencia. Tras la resolución, el hermano del atropellado exclamó: "Matar sale muy barato en este país". Cosa que ratificamos cuando reparamos en que el delito de homicidio por imprudencia recogido en el artículo 142 del Código Penal supone penas de prisión de uno a cuatro años. En caso de que haya sido provocado con un vehículo, también incluye la retirada del permiso de conducción hasta seis años.

Si hace algunos años me planteé en voz alta la conveniencia de casarme para darme el lujo de asesinar a una mujer sin tener por ello que rendir cuentas severas ante la justicia, que calificaba los hechos como crímenes pasionales, hoy es el día en que maldigo no poder sacarme el carnet de conducir para saldar algunas cuentas pendientes. Y es que de matar a mis enemigos con armas blancas o de fuego, seguramente debería afrontar duras penas de cárcel, pero de atropellarlos con dos copitas de más, entonces podría irme de rositas, sin verme en la necesidad de tener que contratar a sicarios de los países del Este para despachar los distintos asuntos personales, familiares, vecinales o de negocios.

¿Por qué matar con un vehículo sale tan barato, no ya en España, sino en todo el mundo? La respuesta podría valer igualmente para la cuestión de por qué es tan sencillo, desde una perspectiva psicológica, obtener el permiso de conducir. Es evidente que el manejo de un vehículo no se debería dejar al alcance de personas irresponsables, entre las que se encuentran muchas más que los menores de edad o ancianos con demencia. Tampoco se debería conceder permiso a gente imprudente que no tiene bien calibradas las nociones de riesgo, capaces de hablar por el móvil con una mano y encender el cigarro con la otra estando mientras están en carretera, ni a los inconscientes que no toman en consideración tener el automóvil en condiciones para circular por su propia seguridad y la de los suyos, ni aquellos que padecen alcoholismo o drogodependencia. Por supuesto, se debería evitar el acceso al volante a despistados capaces de cruzar un carril sin mirar a diestro y siniestro por ir pensando en la quiniela, ni a los impacientes incapaces de frenar ante un stop o semáforo en rojo, menos aun a personas depresivas y pesimistas que les de lo mismo vivir que morir. Qué no diremos de los prepotentes, conductores con complejos de inferioridad, personas irascibles, inseguras o demasiado confiadas.

De ser yo director de la Dirección General de Tráfico, el permiso de conducir sería más estricto que la licencia de armas. Pero en ese caso, sólo un pequeño porcentaje de la población podría sacarse el carnet, los justos para cubrir puestos de ambulancia, chóferes profesionales de medios públicos de transporte, taxistas o personal de reparto. El resto debería ir en autobús o en metro, porque hasta para el uso de la bicicleta creo que la mayor parte de los ciudadanos no reúnen las cualidades psicológicas adecuadas para su conducción responsable, que en muchos casos está en la causa de su propia tragedia.

Las industrias petroleras y del automóvil no han dejado al capricho de la razón el gobierno de nuestras sociedades. Desde inicios del siglo XX, se hicieron dueñas de los distintos gobiernos para que pensaran más en mantener sus beneficios que en la salud, bienestar o intereses de sus ciudadanos.

Así, se construyeron urbes donde los coches gozan de derechos de circulación más que los peatones. Basta observar el espacio dedicado a carretera y el de acera. Se dio la directriz a la industria de la construcción para que cada edificio contara con las suficientes plazas de garaje por vivienda levantada, sin que hubiera medida semejante para una piscina en la azotea o un parque aledaño donde pudieran jugar los niños. Se le permite a cualquier dueño de automóvil emitir cientos de litros de humo al medio ambiente al mes, cuando a otras empresas o particulares se les multa por la misma acción. O se posibilita comercializar vehículos que pueden alcanzar los 200 kilómetros por hora, cuando en nuestras carreteras está prohibido circular a más de 120.

De lo expuesto se colige la respuesta a las preguntas explicitadas. Los gobiernos integrados en la International Criminal Corporation legislan tanto en la concesión del permiso de conducir, como en la graduación de las penas por infracciones de tráfico, conforme a los intereses empresariales de las industrias petrolera y automovilística para favorecer su mercado y mantener sus colosales beneficios en detrimento de los ciudadanos, que somos sus enemigos. Por eso sale tan barato matar con un vehículo y las muertes en carretera son contadas como accidentes en vez de cómo atentados terroristas contra la población civil.