pensar que hay nazis en Vitoria únicamente porque a la entrada del parque de Salburua hayan aparecido unas pintadas con esvásticas y la expresión sieg heil es una estupidez. A los chavales que han hecho esos garabatos Ernst Hanfstaengl no les suena ni de lejos y no tienen puñetera idea de qué es el totalitarismo. Son demasiado simples y cretinos para eso. Probablemente hacen la gracieta con una iconografía buscada en internet o se jactan con ridícula petulancia de despotricar contra moros, sudacas, maricones o rojos sólo como mecanismo inconsciente para tapar sus propios complejos y miserias. La cultura que subyace al fascismo -lo sabemos desde la selecta sociedad alemana de los años 30- no es cosa de cuatro idiotas que hacen el tonto o de cientos de soldaditos desfilando, sino que se incuba en despachos de corporaciones empresariales, en cátedras universitarias, en salones de té de alcurnia, en palcos de ópera, en consejos de administración de bancos, en prestigiosos colegios de pago o en reuniones de ilustres familias de linaje. Y luego, eso sí, se alimenta del caldo de cultivo de los currelas castigados, de un sistema que echa a la gente a la calle, del hartazgo popular y demagógico de la política o de la depauperación al límite. El mecanismo del fanatismo funciona básicamente igual en Berlín, en Vitoria, en París, en Gaza o en Oiartzun. Y comparar la situación social que emerge hoy con la culta Alemania de los años 20 y 30 acojona un poco, ciertamente. Pero todo eso les queda muy lejos a los gilipollas que hacen dos pintadas en Salburua.