siguiendo aquella estela lírica cantada por Benito Lertxundi de "azken arnasa ematen dugu, eguzkitik eguzkira; azken arnasa eman nahi nuke itsasoari begira" y después de dar algún que otro tumbo por esos mundos de Dios, el marinero Fermín Iparragirre -paisano además de El bardo de Orio- volvió un día a mirar a la mar y, después de formarse en navegación y primeros auxilios, le ha tocado ahora trabajar en labores de rescate marítimo. Y cómo no, ha tenido que socorrer también -o sobre todo- a esos parias que con lo puesto se echan a la mar en pateras -muchas veces, una triste balsa con una vieja sábana puesta como vela- en busca de una vida mejor, o simplemente con el anhelo de dejar una mala y dura vida a sus espaldas. Fermín relataba hace unos días en una entrevista en Euskadi Irratia los numerosos dramas que le ha tocado vivir cuando "muchos no llegan, se hunden sus sueños" y cuando "la mar se echa a llorar", que cantaba Lamari en Papeles mojados. Pero a pesar de que con demasiada frecuencia nos acostumbramos a ver imágenes de situaciones extremas en pateras que se terminan convirtiendo en una despiadada rutina, hay detalles aparentemente triviales que a veces nos despiertan un halo de humanismo. Entre sus muchas experiencias, el marinero oriotarra contó que una noche rescató de una barca a la deriva a un niño de unos ocho o diez años aferrado a una bolsa que portaba como único equipaje de su travesía a un sueño. Y dentro de la bolsa sólo llevaba... un balón.
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