A Bradley Manning un tribunal militar le ha condenado a 35 años de prisión y se puede dar con un canto en los dientes, porque la condena por 19 cargos podía haberle costado hasta 90. Manning no es un asesino en serie, no. Tampoco ha dado un golpe de estado -al menos no personalmente, aunque en estos tiempos el concepto "golpe de estado" es cada vez más difuso-, ni se conoce que sea un capo narcotraficante de ningún cartel mundial, por poner algunos ejemplos. Manning era un chaval de 22 años sirviendo a su país en Irak -utilizo esta expresión porque, como verán un par de líneas más adelante, he leído a Tom Clancy, lo confieso, y me dejo llevar- como analista de información, para entendernos, una especie de Jack Ryan sin tanto glamour. Y, como él mismo ha declarado -no sé con qué grado de convencimiento y supongo que por alguna razón o razones más-, fue "un iluso" que pensó que "iba a cambiar al mundo". Un iluso y, añadiría, un kamikaze. Así que Manning, con información en sus manos sobre las miserias de la primera democracia del mundo, del policía del orbe -que son seguramente, por lo menos, las mismas miserias a escala que las de cualquier otro país-, filtró toneladas de documentación clasificada que fue publicada vía Wikileaks. Y se lió bien liada. Pero en la vida real los Jack Ryan de turno casi nunca ganan, el sistema los engulle. Aunque, bien mirado, algo sí ha cambiado: hoy se saben cosas, con pruebas que lo fundamentan, sobre la actuación de la Administración estadounidense que antes no se conocían o no se podían probar.
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