volver a Vitoria a mediados de agosto después de unos días de asueto en el sur es como regresar a otra dimensión. No sólo por el cielo gris -real y metafórico- que nos recibió ayer, por la notoria bajada de temperaturas -como si el verano alavés se nos hubiera acabado ya- o por la facilidad para aparcar, sino también por esa sensación de quietud que históricamente parece apoderarse de Gasteiz estos días. Atrás quedaron la gesta del ascenso del Alavés, los fastos de la Batalla de Vitoria, la invasión bárbara del Azkena Rock, el rancio Festival de Jazz o el espejismo de que el pueblo tomara el poder en la calle durante las fiestas de La Blanca. La paz vuelve en el remanso de agosto a esta muy noble y muy leal ciudad de orden y tradición. No son pocos los lugareños que -bien es cierto que con la boca pequeña- abogan por que Vitoria pudiera vivir algún día su propia revolución cultural -ya sea en su sentido renacentista o en el maoísta- y si al asalto de los bolcheviques en Petrogrado se le reconoce por que se hubiera producido en octubre, el mes más propicio para un golpe de mano en Gasteiz tendría que ser necesariamente en agosto, aprovechando que las fuerzas vivas -esa secular expresión que pudiera agrupar a los próceres de la pequeña aristocracia o burguesía local, a acomodados políticos, a prohombres de la cultura o el deporte o a complacientes escribanos- bajan la guardia por ausencia vacacional o por letargo. Pero seguramente eso también lo volveremos a posponer para después de la romería de Olarizu, como muy pronto.
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