"Los ladrones somos gente honrada"... Fin de la cita. Oportuna. El Gobierno de este país está en manos de una gente que, con todo lujo de claques, se proclama honrada desde escenarios de privilegio y que, como mucho, como mucho, algo muy humano, comete errores, uno detrás de otro eso sí, y todos en la misma dirección: la de enriquecerse a escondidas. Fin de la cita.

Lo que viene a continuación resulta ya tedioso. Una vez descubiertas sus verdaderas intenciones y sus afanosas actividades lucrativas, aparecen en escena con la frente bien alta, jactanciosos de sus virtudes y sin bajar nunca el pistón de su marcha triunfal en el arte del mal gobierno. Tanto que es para preguntarse qué demonios estarán haciendo ahora en las trastiendas y cloacas del Gobierno nacional y sus instituciones sin el Bárcenas y estando en el punto de mira. Estimo que esto último les importa un comino porque ya estaban seguidos y bajo pesadas sospechas antes de que, por fin, se tomaran medidas contra el extesorero de la liquidación diferida, el destinatario de unos mensajes telefónicos vergonzosos que, como tantas otras cosas, el mentiroso que ocupa la Moncloa su existencia silencia a la hora de dar verdaderas explicaciones. ¿Engañado o cómplice? Da igual. Rajoy no ha hecho nada de lo que puede hacer un hombre de bien para que se crea en su palabra, al revés.

La declaración de Rajoy en el Congreso, con ser grotesca, era algo más que esperable. Pusieron la mano en el fuego, unos por otros, y si no se quemaron fue porque todo era ful: la mano, el fuego, la voz de ventriloquía o pregrabada que adornaba sus numeritos. Les engañaron, creían qué, no sabían, quién les iba a decir... abusaron de su ilimitada buena fe; pero las hemerotecas no engañan aunque no se visiten, porque no hay tiempo ni ganas: mintieron, se repartieron el botín y si mintieron entonces, ayer mismo, por qué no van a mentir ahora. ¿Qué diferencia hay? Ninguna. Hay que preguntarse quién les engaña ahora, quién abusa de ellos, porque enriquecerse, siguen enriqueciéndose.

La célebre marca España que esta tropa capitanea sin que nadie les haga la competencia consiste en exhibir en escena una rara especie de inocencia muy cercana a la estupidez: una máscara que en la capital y en las legendarias autonomías, como la de la pícara Barcina, encubre una asombrosa malevolencia, una mala fe de campeonato.

Porque no se trata de ser inocente ni honrado ni víctima de los abusos de un desaprensivo, sino de que te declaren víctima inocente y hombre público virtuoso entre aplausos y berridos, en medio de una ceremonia pública de aclamación fervorosa y festiva protagonizada por tus secuaces, cómplices al cabo de todas tus fechorías. Eso sí que es preocupante: el berrido de la jauría que hace de las mentiras verdades de obligado cumplimiento. ¿Piensan alguna vez en la parte de la población que no les ha votado ni está con ellos?

Se trata de aclamar la inocencia de tus secuaces y evitar de esa manera ir al verdadero fondo del asunto: el país en quiebra, a la deriva, con trastiendas cada vez más oscuras porque hay un pacto de silencio con los grandes medios para no crear alarma social con noticias que invitan de manera inevitable al derrotismo. Pacto de alarma, digamos, detrás del que se oculta la impunidad. Los aplausos son tan estruendosos que impiden cualquier examen detenido de la quiebra nacional. Eso es cosa de la maligna oposición, cuyo objetivo no es otro que la destrucción de la pomposa marca España, la que nos representa en el extranjero donde, por costumbre, los titulares de los periódicos más prestigiosos se empeñan en señalar que esta es la cueva de Alí-Babá, con brotes verdes estacionales o sin ellos.

No hay que engañarse, el circo de la honradez acrisolada tendrá nuevos episodios, nuevos y renovados numeritos. Mientras tanto se sienten a salvo de los embates de la magistratura porque estos son tan remotos, tan previsibles también, que se puede contar con ella como escudo de la inocencia por lo menos a medio plazo, mientras la mayoría electoral aguante.

Es triste verse obligado a constatar de continuo en qué manos estamos. Sin sorpresa, con hastío, con franco encono porque han dado motivos sobrados para ello. Los meses pasan, y porque los peores desastres que padece esa parte de la población que se empobrece a ojos vistas cosas no tienen el suficiente eco, han desaparecido de las primeras planas, pero están ahí acosándonos: paro, deficiencia sanitaria, futuro juvenil, destrucción de la red de investigación, desahucios practicados y por practicar, violencia policial, abusos bancarios que pagamos todos, sumisión internacional...

Pase lo que pase, salga a escena un Bárcenas o una docena, no dimitirán porque hacerlo es admitir no ya errores, equivocaciones, sino pura y simplemente conductas delictivas o cuando menos reprobables. Mejor aparecer como una banda de tontos de remate, de niños del coro, atrapados en su puerilidad constitutiva que hacen rimar con la ejemplar pureza de sus intenciones, como si detrás del escenario, armando bulla, no hubiese una nutrida tropa de fantasmas de diferentes Gürteles. Unos niños del coro, enriquecidos de manera indecorosa, de los que los desaprensivos se han aprovechado, se aprovechan y se aprovecharán, mientras el dinero corre y corre y corre. No importa que las pruebas sean demoledoras. Lo cierto es que hay que insistir mucho para ser declarado desaprensivo y pasar de presumido inocente a presunto delincuente y a que la boca quede cerrada con un torero fin de la cita. Convendría saber cuántos miembros de la magistratura son militantes o afiliados o simpatizantes activos del Partido Popular y en esa condición actúan. Convendría saber cuál es la trama agürtelada de las instituciones españolas, la espesura de esa tela de araña que funciona como el mejor colchón que han tenido Rajoy y sus secuaces.