el uso masivo e indiscriminado del teléfono móvil en la última década -aunque parece que fuera de toda la vida- tiene cosas como que se desvirtúan las quedadas -uno ya no halla a los suyos a la hora de siempre donde siempre- o, por poner un ejemplo, se banaliza el misterio de pernoctar en un cementerio. Gracias al móvil, esta semana una señora avisó de que se quedó encerrada en Santa Isabel al habérsele pasado la hora del cierre del camposanto y pudo ser inmediatamente rescatada. De no haber sido así, podía haberse sumado a eso que cantaba Mecano de que "los viernes y tal, si en la fosa no hay plan, nos vestimos y salimos para dar una vuelta". Y quizá habría podido cenar en algún lujoso panteón de ilustres familias vitorianas como los Hidalgo, los Zulueta o Ajuria -los de los palacios- o los marqueses de la Alameda -que ilustran su sepulcro con un par de tibias y una calavera-, echar una partida con Heraclio Fournier, compartir tertulia con el vicelehendakari Francisco Javier Landaburu y la historiadora Micaela Portillo, tomar unas copas con el aventurero Manuel Iradier, rendir tributo al alcalde republicano de Gasteiz Teodoro González de Zárate -del que la guía municipal dice que "su cuerpo apareció en el puerto de Azáceta en 1937", como si fuera la aparición de un espectro cualquiera y obviando el pequeño detalle de que le pegaron cuatro tiros en una fosa- y acabar la gaupasa cantando rimas abrazada a los fusilados en la tapia del cementerio, entre ellos el poeta Lauaxeta. Pero existen los móviles y "qué solos se quedan los muertos".