la pregunta de aquella universitaria le trasladó de repente a otro planeta y sintió que se topaba de bruces con el salto generacional o cultural que, sin darnos cuenta, se ha producido en apenas una década. La alumna le preguntó con toda naturalidad si podían utilizar el portátil para tomar apuntes porque les resultaba más cómodo y rápido que hacerlo con papel y boli. El arte de escribir a mano, el respeto hacia la caligrafía y la ortografía, el capricho por las estilográficas, el recorrido de la tinta, el tacto del papel verjurado y, con ello, la milenaria cultura del libro se desacralizaron de golpe en la mente de la profesora de Derecho con una simple pregunta. "No es verdad", me respondió otra profesora -ésta de Filología- cuando lamenté que ahora los estudiantes no leen periódicos. "Ahora los estudiantes no leen; a secas", concluyó. Llámenme arcaico, pero creo necesario, frente a la barbarie del Google, el lenguaje wassap, los realitys, la twenttidependencia o el fast food, reivindicar la civilización del libro y enseñar a nuestros hijos -aunque nos miren con cara de flipaos- a ponerse delante de una estantería y perderse en sus tomos. "El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. El libro ha superado la prueba del tiempo. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es", dice Umberto Eco en los diálogos de Nadie acabará con los libros.