UNA vez les hablé de él. Se llamaba Salvador. Entonces no les di su nombre por la sencilla razón de que no le había pedido permiso y me pareció una falta de respeto violentar su intimidad aunque fuera para elogiarle... quizá eso, lo de elogiarle, aún le habría resultado más violento porque Salvador era un hombre inteligente y, precisamente por ello, creo que habría desconfiado del halago. Pero Salvador ya no está. Se lo ha llevado el maldito cáncer. Salvador fue librero y lector, que ya es mucho decir. Hombre docto. Rojo libre, confeso, crítico, incómodo e irredento. Siempre lo recuerdo rodeado del olor al tabaco de su pipa, caminar lento y ligeramente balanceado por la cojera heredada de una larga enfermedad que sufrió en su niñez. Bufanda o pañuelo al cuello, lengua afilada, cabeza ágil y verbo pausado. Una de esas personas que cuando eres una cría, como lo era yo cuando lo conocí, te impresiona. Entonces jugaba a gruñón con nosotros, con la chavalería, pero siempre acabábamos riendo. Tenía un excelente humor. Le buscábamos en su librería y mi padre me compraba un tintín o un astérix. Luego los chavales fuimos creciendo, pero siguió siendo un placer escucharle, compartir mesa y charla con él, reír con su acertada y fina ironía. Era extremadamente educado, amable y creo que tímido en la misma medida. No le recuerdo levantando la voz, pero disfrutaba jugando a romper las etiquetas que otros le habían colgado. Este mundo sería un poco menos oscuro y frío con más gente como él. Pero Salvador ya no está.
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