EL repentino y solo hasta cierto punto sorprendente anuncio por Benedicto XVI de su renuncia a continuar desempeñando la máxima responsabilidad dentro de la Iglesia Católica a partir del 28 de febrero confirma las hipótesis, que él mismo se había encargado de avivar en los últimos meses con calculados interrogantes sobre su futuro, de un deterioro físico que, de facto, había dejado ya en buena medida las riendas del Vaticano en manos de su secretario de Estado y Camarlengo, Tarsicio Bertone. Algo que, por otra parte, responde a la lógica de la longevidad del Papa -con casi 86 años es el quinto de más edad de la historia- y con la consciencia desde su elección, en abril hará ocho años, de que se trataría de un papado de los denominados de transición. Sin embargo, el hecho de que Joseph Ratzinger haya sido el primer Papa en seis siglos que utiliza la posibilidad de renuncia libre y manifestada formalmente que permite el Código de Derecho Canónico en el Canon 332.2 del Canon del Romano Pontífice, después de que sesenta papas consecutivos desde Gregorio XII (1415) decidieran hacer coincidir el final de sus vidas y el de sus papados, parece también síntoma de cambio. Y no precisamente, o no solo, en cuanto tiene de personal la decisión del pontífice, sino en cuanto al entorno que rodea al Papa y a las corrientes de influencia del Vaticano, hasta ahora nada proclives a una renuncia de estas características. Que dicho síntoma lo sea también de apertura tras ocho años en los que la Iglesia Católica ha parecido más bien optar por todo lo contrario -a pesar de la aceptación pública de graves errores silenciados durante demasiado tiempo, como en el caso de los abusos y la pederastia- no parece, sin embargo, corresponderse con el modo en que se ha desarrollado el proceso de renuncia o con algunos de los nombres de quienes más suenan para suceder a Ratzinger, como el propio Bertone o el arzobispo de Milán, Angelo Scola. Dependerá, sin embargo, de los 115 cardenales electores del cónclave que se iniciará el 1 de marzo y de su capacidad para responder, tanto a esas nada ocultas tensiones entre las diferentes corrientes vaticanas, como al reto de renovar el espíritu del Concilio Vaticano II ahora que se cumple medio siglo de su celebración.