el poder político español está utilizando la crisis económica como coartada que justifica y alimenta la recentralización competencial. Es un hecho notorio. Las políticas de consolidación fiscal, por ejemplo, están sirviendo como instrumento para atenazar a los autogobiernos territoriales y, en particular, como es conocido, a Catalunya. El leitmotiv es, a su vez, muy claro: se acusa al modelo de descentralización política de despilfarro y de excesos. Se le atribuye, en definitiva, un protagonismo destacado en la responsabilidad de la crisis. Una de las cuestiones nucleares de ese debate resulta ser, precisamente, la existencia de delegaciones y oficinas institucionales en el exterior (las llamadas embajadas autonómicas), objeto de severos reproches y descalificaciones. En Euskadi conocemos muy bien esa polémica: la crisis se aprovecha como excusa para exigir la demolición de esas estructuras.

Ahora bien, no debemos obviar que la política de recentralización, más allá de su proyección general sobre el conjunto de las comunidades autónomas, tiene un target evidente: controlar y reducir el autogobierno de Euskadi y Catalunya. No es nada nuevo: los precedentes ilustran sobre la amplia batería de medidas que, comenzando con la LOAPA, ha ido desplegándose por el poder central con tal propósito.

En esos momentos, el calendario de reformas legislativas del Gobierno de Rajoy -la garantía de la unidad de mercado, la racionalización de la Administración Local o la LOMCE- se encuentra penetrado por dicho objetivo. Y, ahora, tras años desde la constitución de la Comisión de Reforma Integral del Servicio Exterior (2004), se anuncia la próxima aprobación del Proyecto de Ley del Servicio Exterior.

Desconocemos el texto de dicho proyecto. Sin embargo, significativamente, han salido a la luz determinados extremos del mismo que inciden, de manera directa, sobre la acción exterior de las comunidades autónomas. De nuevo, aunque el texto no lo indique expresamente, resulta evidente que su inconfesado propósito es el control de la actividad internacional de Catalunya y Euskadi. En ese sentido, parece que se obligará a la información previa de los viajes de las autoridades autonómicas. Igualmente, la apertura de las delegaciones en el exterior requerirá informe previo que, en algún caso será de condición vinculante, del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación. Estas medidas se conectan con la pretensión de cierre de las delegaciones que el propio ministro apuntó hace unos meses junto con la invitación a su asilo en las representaciones diplomáticas del Estado. Algunas comunidades autónomas han asumido la propuesta en relación a sus oficinas en Bruselas, cuya clausura han decretado. El asilo, por cierto, no va a ser gratuito.

El centralismo español se muestra inquieto y se apresta a construir una jaula jurídica para impedir u obstaculizar la actividad exterior de los autogobiernos catalán y vasco. En su momento, allá por el año 1994, fue el Tribunal Constitucional quien detuvo el intento de laminar la entonces naciente acción exterior autonómica, interpretando que la reserva competencial a favor del Estado de las relaciones internacionales no impedía ni excluía la política de promoción exterior de los gobiernos autonómicos.

Casi veinte años después, el Estado pretende, apelando a la coordinación y a la unidad de la acción exterior, vigilar los crecientes desarrollos de la acción exterior de las nacionalidades históricas. Un único edificio, el Estado, con una sola puerta hacia el exterior cuya llave domina el Gobierno de Madrid. Esa es la imagen que late en las medidas que se anuncian.

Todo edificio, sin embargo, tiene ventanas. Cualquier empresa u organización dispone de luces abiertas al exterior y llaves para abrir puertas y decidir sobre su estrategia internacional. Es un signo de nuestros tiempos de globalización, en los que un vector primordial de la acción de cualquier gobierno es la internacionalización de su tejido económico y social, eje central en la estrategia de salida de la crisis.

Es necesario, asimismo, que naciones como Euskadi y Catalunya dispongan de sus llaves propias para defender su identidad cultural y su autogobierno y habiliten sus antenas para intensificar la apertura de su economía, impulsar la cooperación al desarrollo y asegurar su presencia exterior como instrumento de su desarrollo socio-comunitario. Se trata de una exigencia de estos tiempos, no es un capricho ni un canto al sol, como acredita el pacífico ejercicio de la diplomacia política y económica de otras Regiones-Estado europeas.

El Ministerio de Exteriores, según declara su titular, pretende renovar la estructura exterior española adaptándola a los requerimientos del siglo XXI y conectándola al Servicio Europeo de Acción Exterior de reciente creación. Objetivos loables que, ciertamente, deben ser compartidos. Sin embargo, es contradictorio absolutamente con tapiar las puertas y las ventanas de Catalunya y Euskadi. No se le pueden poner puertas al campo. No puede ser que, en un mundo abierto e interdependiente, el Ministerio pretenda convertirse en el celador de la presencia y actividad internacionales de las naciones vasca y catalana. Un cancerbero regresivo cuya anacrónica conducta se reconoce más en la Paz de Westfalia de 1648 que en el Tratado de Lisboa de 2009.