es cierto que vivimos en una sociedad que, entre otras, se caracteriza por el consumismo -hoy en evidente declive- y el individualismo. Pero precisamente esta última característica, que se ha desarrollado durante las últimas décadas de bonanza de la sociedad liberal, pudiéramos pensar que en los tiempos de crisis económica y política que vivimos es cuando más debería mostrar su implantación y avance social. Sin embargo, podemos afirmar, y sentir cierto orgullo por ello, que la crisis social, política y económica todavía no ocupa los espacios y momentos más importantes de nuestra vida como para hacer dominante ese individualismo.

La solidaridad siempre ha caracterizado a este pueblo. Posiblemente por el hecho de que en momentos críticos de su historia ha visto cómo otros pueblos u otras personas le hacían muestra de ese sentimiento y de la acción práctica que el mismo conlleva.

Evidentemente, la solidaridad se nutre y crece en la empatía, en ese saber ponerse en el lugar de la otra persona y, corresponsablemente, actuar para transformar la situación hacia lo positivo, hacia el bienestar, hacia la mejora de las condiciones de vida. Siguiendo esta lógica, la solidaridad tiene dimensiones que sobrepasan la simple ayuda o compasión que todo ser humano podemos o debemos sentir por quienes están peor.

Partimos del derecho de todo ser humano a una vida digna, por lo que la solidaridad no puede ser real sino parte del derecho y obligación a indignarse ante la injusticia que se pueda cometer contra otra persona, ya estemos hablando del desahucio hipotecario, de la pérdida del derecho universal a la salud o de los desplazamientos forzados de poblaciones enteras por situaciones de conflictos armados o actuaciones de expolio territorial de las transnacionales. En esta dimensión, la indignación, y por lo tanto la solidaridad consecuente, tiene también una practicidad que va más allá del mero sentimiento. Si en algo podemos mejorar las condiciones de vida de las personas debemos intentarlo; si podemos alterar las causas que provocan esas situaciones, aquí y allá, a nuestro lado, en nuestro pueblo, pero también en otros pueblos, en otras latitudes, no podemos mirar para otro lado, debe de ser una obligación poner nuestro grano de arena para transformar esa injusta situación.

Recientemente, y en razón en parte de la época navideña, pero también por las graves consecuencias que está teniendo la crisis económica y política -una vez más habrá que decir que tienen nombres y apellidos los responsables de la misma-, hemos asistido a dos demostraciones impresionantes de que el individualismo no ha terminado de vencer la batalla en esta sociedad. Y que, consecuentemente, no hay un sálvese quien pueda, sino que la solidaridad sigue siendo esa característica que antes se aludía. Solidaridad sobre la que precisamente quien da las lecciones más contundentes una vez más, son las personas y no -para su cierta vergüenza- las instituciones.

Nos referimos a la reciente campaña desarrollada en un fin de semana por el Banco de Alimentos para recoger -valga la redundancia- alimentos destinados a aquellas personas que están en necesidad de ellos. Los resultados sorprendieron incluso a los propios organizadores, pues sobrepasaron ampliamente sus mejores previsiones.

En otro orden, EITB ha desarrollado su maratón anual, en esta ocasión destinado a la captación de fondos para la lucha contra el cáncer infantil. Más allá de las formas y mensajes quizá demasiado superficiales de este maratón, hay que señalar que, igual que en el anterior ejemplo, alcanzó unos niveles de recaudación muy superiores a los esperados.

Como decimos, dos muestras contundentes de solidaridad popular que sobrepasan, una vez más, y en tiempos de crisis, la solidaridad entendida como cumplimiento de sus obligaciones de las instituciones autonómicas, locales o estatales. Éstas últimas, por el contrario, aplican recortes continuos y brutales también en este campo, como lo hacen en derechos básicos como en la sanidad, la educación, la atención a nuestros mayores, el derecho a la vivienda, al trabajo y un largo etcétera, mientras que, precisamente ante las graves consecuencias sociales de esos recortes, la sociedad da muestras de una enorme, creciente y arraigada solidaridad interna.

Pero esto no ocurre solamente en ese nivel interno de solidaridad entre el pueblo y para tratar de contrarrestar esas graves situaciones. También en el nivel externo, hacia otros pueblos se sigue demostrando la consciencia política y humana para distinguir claramente y afirmar que la solidaridad no puede ser un sentimiento y una acción solo de épocas de bonanza económica. Podemos asegurar que si mañana se diera una catástrofe humanitaria en cualquier parte del mundo, esta sociedad de nuevo respondería como lo ha hecho en ocasiones anteriores. Pero es que no hace falta esa catástrofe para comprobar cómo, pese a la situación de crisis y mientras muchas instituciones recortan sus fondos de cooperación y solidaridad, siguen siendo muchas las personas que apoyan de forma voluntaria esta línea de acción, esta forma de ser que dignifica a nuestro pueblo. Al fin y al cabo, ahí está la hermosa máxima del Ché Guevara, al margen de que se comparta su ideología, de que "la solidaridad es la ternura de los pueblos".

Esperamos que esta situación de crisis que golpea también los valores humanos e ideológicos no profundice en el deterioro de la solidaridad al interior de nuestro pueblo ni con otros pueblos. Que ésta siga siendo un elemento definidor de nuestra identidad como sociedad política y humana.

No estamos hablando de actuaciones meramente caritativas y asistencialistas, sino de derechos que, como tales, tienen implicaciones políticas, sociales y económicas profundas, tienen responsables en su aplicación y protagonistas en su ejercicio. Porque en estos momentos de profunda crisis se nos trata de imponer la visión de que determinados derechos pueden y deben ser prescindibles en aras de otros. Y eso es radicalmente falso, pues el cumplimiento y ejercicio de esos derechos debe ser sobre todos o no será cumplimiento de los mismos; no hay derechos de primera y derechos de segunda.

Es por lo anterior que destacamos los dos ejemplos que hemos apuntado en este escrito, pues representan, más allá de las orientaciones y formas que se hayan podido dar a esas acciones, que la claridad política y ética de la sociedad está por encima de gran parte de la clase política y económica. Sabe perfectamente hacer explícita la solidaridad y cooperación entre personas y pueblos incluso cuando las circunstancias pudieran indicar que esas actuaciones son prescindibles y todo nos empuja hacia salidas individualistas. Afortunadamente nuestra sociedad sabe que la solidaridad es una de nuestras riquezas y señas de identidad y, como tales, debemos salvaguardarla pese a quien pese.