garoña también es un asunto de negocio para las empresas energéticas dueñas de la planta -Endesa e Iberdrola a partes iguales-, que han lanzado al Gobierno de Mariano Rajoy un órdago con la decisión de adelantar su cierre y renunciar a la posibilidad de extender su funcionamiento hasta 2019 como medida de presión para tratar de evitar que el Congreso ratificara la decisión adoptada esta semana de gravar con un nuevo impuesto cada kilo de uranio quemado. En realidad no es una cesión a la movilización ciudadana, ni a los argumentos de defensa medioambiental, ni a los fallos de seguridad que afectan periódicamente a Garoña, ni a los impactos en la opinión pública de desastres como o Fukushima, sino un simple intento de chantaje al Gobierno. De un día para otro, las empresas eléctricas le han hecho incumplir otra promesa electoral a Rajoy, quien en 2009 visitó Garoña -con el reactor más antiguo de los ocho operativos en el Estado cuya vida útil de 40 años expiró en 2009 pese, a lo cual sigue activo- y prometió mantenerla abierta. Ha sido solo un pulso por los beneficios de la explotación del negocio de la energía. Las eléctricas han sido un poderoso poder fáctico desde el franquismo y ahora, molestas con la decisión de aplicar una nueva tasa para reducir el déficit tarifario, han sido claras: o se les aplicaba un trato de favor fiscal o dejaban caer Garoña. La partida parece cerrada por parte de Rajoy y los ministros José Manuel Soria y Cristóbal Montoro, tras ser aprobado el impuesto en las Cortes Generales. Pero siempre hay voces políticas, académicas o mediáticas al amparo de los lobbies energéticos favorables a ese despropósito democrático de no aplicar las leyes por igual a todos. De hacer excepciones fiscales con los poderosos, que es lo que pretende este cierre apresurado de Garoña. Y la presión seguirá con la amenaza de cerrar otras plantas que no han llegado a los 40 años de utilidad. Y todo ello sin un debate social real de fondo sobre la política energética y las consecuencias sociales y económicas de las facturas ininteligibles para desamparo de los consumidores y para facilitar anteponer los intereses económicos de las empresas propietarias a los derechos de los ciudadanos, y en este caso también a la seguridad colectiva.