llegué con tiempo a mi cita en una cafetería con vistas a la plaza de la Virgen Blanca, pedí un café y empecé a hojear el periódico -saludable costumbre- mirando de reojo alrededor. Al fondo había tres chavalas sentadas en una misma mesa, aunque sin mirarse ni hablar entre ellas. Las tres manipulaban a dos manos sus móviles, cabizbajas y ensimismadas, enchufadas al sms, al wasap o vaya usted a saber a qué. Invitaba a pensar que cuando queden con aquellas personas con las que estaban entonces conectadas, quizás se dediquen a chatear entre ellas y vivan siempre a un iPhone pegadas. Leyendo el papel prensa que tenía entre manos, me vinieron a la mente esas seculares reflexiones sobre que vivimos en un gran hiper tecnológico con infinitas aplicaciones, sobreinformados -la mejor forma de desinformar es bombardear información masiva e indiscriminada- y obsesionados por la conexión a la red, hasta el punto que nos entra una especie de agobio existencial cuando estamos en algún lugar sin cobertura. Las nuevas tecnologías nos aportan grandes posibilidades, sí, pero no sabemos muy bien qué hacer con ellas. En esas estaba cuando llegó mi cita y, antes de iniciar la charla, dediqué una fugaz mirada a la mesa del fondo. Una de las chicas seguía sumergida en su móvil y sus dos amigas lo habían dejado ya sobre la mesa, pero una fue a la barra a pagar -no sé si lo suyo o lo de las tres- y la otra estaba con la mirada perdida en el ventanal que daba a la plaza. Quizás buscaba alguna respuesta en la calle, como toda la vida. Y seguían sin hablarse.