EN política, cuando de responsabilidad pública y de administración de bienes comunes se trata, la duda nunca es beneficio. La duda es credibilidad en entredicho y esto en las relaciones exteriores de un país constituye un coste excesivo. La reflexión me viene al hilo de lo leído estos días sobre la actuación personal y la función representativa ejercida por la delegada del Gobierno Vasco en Chile y Perú y exalcaldesa de Lasarte-Oria, Ana Urchueguía. No tengo dato para cuestionar la presunción de inocencia que se debe a toda persona, pero sí obtengo de todo lo visto la convicción de que resulta inoportuna y, como ciudadano de este país, me incomoda la función de representación para la que el Gobierno la eligió hace casi dos años. Admito que no me he parado a analizar eventuales implicaciones más allá de las meramente políticas, ni me importa demasiado que pueda haberlas o no. Pero sí hay una situación en el menor de los casos estéticamente demasiado insoportable como para sostener sin coste la imagen internacional de un país. En ese caso, la duda no aporta beneficio sino que genera coste.

Los últimos episodios relatados en los diarios del Grupo Noticias sobre la presunta actividad en la población nicaragüense de Somoto de la hoy delegada del Gobierno Vasco en Chile y Perú me han retrotraído a imágenes también recordadas en fechas recientes aunque su origen se remonte a tres años y medio atrás. No conozco personalmente a la protagonista de estas informaciones, pero la actitud que transmite en esas imágenes y la patrimonialización que asume de su función de gestora de la cooperación al desarrollo son un descrédito en sí mismas.

Creo en una cierta ética de la actividad política que no termina en el mero proceso del sufragio. La obtención de un cargo electo no puede abrir la espita del personalismo y de la explotación de la acción pública en función intereses personales. Más aún cuando esa función concreta es la de la gestión de la solidaridad general a través de la cooperación al desarrollo.

La solidaridad es un valor socialmente asimilado que nace de un cierto concepto de justicia social que es tan propia de las tradiciones de izquierda como de la democristiana, lo que ha facilitado su instauración en el genoma de las sociedades europeas. Pero no corren buenos tiempos para la solidaridad porque los ajustes económicos no favorecen la generación de excedentes que orientar hacia terceros más necesitados. No soy quién para no presuponer la existencia de un impulso solidario en el origen de la actuación de Urchueguía en Somoto. Lo tremendo es que no quedara atisbo de ese impulso en lo que cualquiera puede hoy contrastar merced a la universalidad de las imágenes de internet. Animo al interesado a acceder a esas imágenes, que son públicas, y animo a buscar en ellas algún resto de aquella honorable iniciativa.

En los extractos textuales de la intervención de la por entonces alcaldesa de Lasarte-Oria no he hallado más que un personalismo exorbitante que se apropia en primera persona del concepto de solidaridad -"yo gestiono mucho dinero", "yo he recaudado para este pueblo", "he hecho un gran esfuerzo"-; un culto a la personalidad casi risible si no comprometiera trágicamente la dignidad de personas movidas por la necesidad -las escenas de la canción dedicada a la benefactora o el reparto personal de ayudas individualizadas tiene su clímax obsceno en la entrega de la mayor partida económica de presunta cooperación al desarrollo al equipo de fútbol local- y una actitud amenazante hacia la disidencia que rechaza su gestión en Somoto y de la que se nutren informativamente varios medios de comunicación -"voy a preguntar a los periodistas que me digan los nombres y apellidos de las personas de aquí que han participado para destruirme (…)"; "si nosotros encontramos al responsable, iré a muerte (…)"; "Roma no paga a traidores"-, ejemplos que debieron ser suficientes para determinar lo inoportuno de su elección para asumir la representación del conjunto de los vascos, pero que no fueron considerados como un problema por este Gobierno.

En diplomacia, las formas denotan el fondo. Acabamos de experimentarlo en cabeza ajena con el ejemplo de la sustitución de la ministra francesa de Asuntos Exteriores, la labortana Michelle Alliot-Marie. Sus vínculos excesivamente estrechos con el aparato del régimen tunecino recién descabalgado han sido suficientes para dejar en evidencia que no es la persona idónea para el cargo. No se le conoce delito alguno y su único pecado fue aceptar una invitación de un empresario local con el que los padres de la ministra hacían negocios. Pero el vínculo la inhabilita para representar los intereses y la dignidad de los ciudadanos de la República francesa. No resulta ética ni estéticamente asumible el beneficio de esa duda. De eso se trata.

El Gobierno Vasco acaba de lanzar su estrategia de proyección de la imagen de Euskadi depositando esa labor en manos de comunicadores de cierta referencia. El mínimo ejercicio de coherencia exigible consiste en alinear la selección de las personas que cumplen labores de representación en otros países a criterios de proyección de valores positivos sin riesgo de contaminación. Desde hace tiempo, antes de su elección como delegada, las formas de actuar de Urchueguía la convertían en una elección como mínimo cuestionable para estas funciones. Los criterios que hicieron al lehendakari López inclinarse hacia esa elección deberían ser revisados y enmendar lo que a todas luces fue un error.