UNA de las cosas que ha puesto en evidencia el conflicto de los controladores es que un grupo reducido de personas puede paralizar la vida normal de un país, desencadenando pérdidas asombrosas, conflictos increíbles... Y si, en lugar de los controladores, hubieran sido los banqueros o, lo que es más grave, los grandes señores que manejan los mercados financieros, en ese caso, un grupo mucho más reducido de individuos, de la noche a la mañana, nos habrían hundido a todos en la más espantosa miseria. Así funciona nuestro mundo. Y así de insegura es nuestra situación. Por supuesto, el Estado de derecho cuenta con medios para evitar una catástrofe de semejantes dimensiones. Pero el problema está en que no es absurdo pensar que se puede producir. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el poder económico está cada día en manos de menos personas.

No es de mi competencia señalar aquí los instrumentos políticos, jurídicos y económicos que sería necesario movilizar para suprimir, de una vez por todas, que estemos flotando (sin saberlo) sobre el cráter de este inmenso volcán que nos puede tragar a todos. Desde mis limitadas posibilidades de conocimientos teológicos, me parece decisivo que todos caigamos en la cuenta de que, en el fondo, lo que aquí está en juego es un problema religioso. El problema religioso por excelencia, que es, aunque mucha gente ni se lo imagine, el problema de Dios. No estoy hablando de una ocurrencia. Ni de una elucubración. Estoy hablando del Evangelio. En el mundo entero hay mucha gente que dice -al menos dice- que le tiene gran respeto al Evangelio. Pues bien, Jesús dictó esta sentencia: "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6, 24; Lc 16, 13). El texto griego original usa el verbo doulein, que significa literalmente hacerse esclavo. Jesús, por tanto, afirma que, puestos a elegir quién debe mandar en nuestras vidas, hay que decidirse entre Dios y el dinero. Que armonizar el servicio a Dios y el servicio al dinero no es posible. ¿Por qué? Para hablar del dinero, el Evangelio utiliza en este caso una palabra muy rara: Mamón, un término formado con la transliteración griega del arameo para indicar dinero, riqueza, posesiones. ¿Por qué esta palabra aquí precisamente? Porque indica no ya la moneda como instrumento de cambio, sino el afán por los bienes que mandan en la vida del poseedor y se hacen dueños de sus decisiones y su conducta. Ya Juvenal (s. II) decía que este afán por el dinero era el más venerado de los dioses romanos.

El dinero satisface deseos, da seguridad, otorga prestigio, seguramente fama y, en todo caso, abre puertas, soluciona problemas y concede poder. Pues bien, todo eso, para mucha (muchísima) gente, es más importante que Dios. De forma que hasta la religión se organiza y se gestiona como argumento y justificante de la acumulación de bienes. El sujeto que entra en esa corriente y se deja llevar por ella termina creyendo más en el dinero que en Dios. Y, si es preciso, no duda en poner a Dios al servicio de Mamón.

No sé si los más de dos mil controladores creen o no creen en Dios. Lo que sí sabe todo el mundo es que el salario medio de esos controladores es de 350.000 euros anuales, que bastantes ganan entre 360.000 y 540.000 euros al año. No me interesan las creencias religiosas que tienen quienes, ganando tales cantidades en un país en el que el 40% de los parados reside en hogares donde ninguno de sus miembros trabaja, causan un destrozo económico y humano monstruoso por ganar más dinero. Lo que sí se puede afirmar es que, para quien hace eso, las creencias determinantes de su vida están puestas en el Mamón del que habla el Evangelio, no en el Dios del que habla Jesús.

En última instancia, lo que quiero decir al recordar estos hechos es que, tal como funciona el mundo en que vivimos y la sociedad en que hemos crecido, me parece que los fieles con que cuenta Mamón son muchísimos más que los fieles con que cuenta Dios. Y lo peor del caso es que los fieles servidores de Mamón no son conscientes de que sus creencias religiosas no están en la iglesia, sino en el banco. O quizá depositadas en un paraíso fiscal.

La cuestión, en definitiva, está en saber que no es lo mismo hablar de creencias religiosas que de prácticas religiosas. La satánica y canallesca habilidad de algunos radica en que han sabido armonizar admirablemente sus auténticas creencias con sus hipócritas prácticas de correctos beatos o de fervorosos capillitas.