Lejanos ya aquellos días de noviembre de 1975, cuando el tardofranquismo agonizaba, y con él, su pasado de miseria y tinieblas. El régimen, en sus estertores, fue capaz de emponzoñar a España. Se dictaban las últimas penas de muerte y dejaba para la vergüenza de generaciones posteriores el abandono del Sahara occidental a su suerte, o mejor dicho, a la mala suerte, entre mareas verdes. Las presiones franco-estadounidenses, una Argelia hostil, una Mauritania al acecho, el Frente Polisario, fosfatos y peces unidos a la manifiesta incapacidad de un sistema político en descomposición dejó el asunto africano atado y bien atado. A Marruecos. 35 años después, el asunto saharaui sigue enquistado. Primero, la guerra fría y la construcción europea; después, el integrismo islámico. La ONU, como siempre, ninguneada. Y siempre, el afán alauita de su gran Marruecos. Primero como garante en el flanco norteafricano y atlántico de los intereses de París y la Casa Blanca. Después, como dique de contención del extremismo musulmán. Siempre con los mismos protectores y con la ex metrópoli como testigo con cargo de conciencia. Además, Madrid aduce temas de envergadura como el papel del socio del sur en relación a lo ya citado, la inmigración o el creciente volumen de negocios con Rabat. Y claro, está lo de Ceuta, Melilla, peñones e islotes varios. Realpolitik lo llaman. Pues que lo llamen por su nombre, que los ciudadanos no somos ni ingenuos ni poco leídos. Más allá de la idílica Marrakech, malvive un pueblo maltratado y condenado a un destino impuesto a sangre y fuego por la satrapía que dirige Mohamed VI, en nada parecida al exotismo kitsch que muchos europeos tienen del país del Atlas.