eSTÁ siendo un parto largo, sin duda. El diagnóstico ha sido reiterado: vivimos un periodo intermedio caracterizado por el agotamiento del ciclo político anterior -y sus fenómenos estructuradores, vía autonómica y lucha armada- y las dificultades para la apertura de un nuevo ciclo. Las bases ideológicas fueron dibujadas ya por ELA en aquella comparecencia histórica en Gernika en el 97, y desarrolladas por otros agentes durante estos largos años.
¿Por qué entonces tantas dificultades e intentos fallidos? Pues probablemente porque dar por superados con todas sus consecuencias tales fenómenos requiere un proceso de maduración y, dada su importancia en la estructuración del escenario político de las últimas décadas, produce cierta sensación de vértigo que dibuja caminos de ida y vuelta. Pero es que además, en este cambio de ciclo afloran y se entremezclan tres cuestiones, las dos apuntadas y una derivada: la reconducción del conflicto armado y sus consecuencias, el conflicto político de fondo al que apunta la incomodidad de la mayoría social con el marco jurídico-político actual, y la consiguiente reestructuración del mapa político derivada de las anteriores. Las tres cuestiones, aunque en diferentes combinaciones, han aflorado simultáneamente en los dos últimos procesos, Lizarra-Garazi y Loiola. Y la conclusión que podríamos extraer es que el intento de resolución global, aún lógico y loable, lo complica seriamente. Porque aparecen temores y condicionantes cruzados: desconfianzas, disputas por la hegemonía política, temores partidistas, temor a que la resolución del conflicto armado sitúe en primer plano el conflicto político, condicionantes y renuncias fruto de determinados pactos, recelos hacia los negociadores? Todos ellos se combinan de tal forma que acaban siendo más los sectores que se sitúan en una posición pasiva, o activamente hostil, que los partidarios de la resolución.
¿Estamos condenados, entonces, a repetir la historia? Ya hubo quien criticó hace años esas concepciones cíclicas de la Historia, y es que las experiencias pasadas nunca son en vano. Hay, quieran o no verse, elementos nuevos en la pista. El primero es la reflexión más amplia, profunda y compartida sobre la necesidad del cambio de ciclo; especialmente en el seno de la izquierda abertzale, pero también en otros agentes. El segundo, que los acuerdos estratégicos y de reconfiguración del escenario político se plantean básicamente entre quienes comparten esta reflexión sobre la necesidad de cambio de ciclo y sus vías, exclusivamente políticas, institucionales y de lucha de masas; esto debiera, a priori, dotarles de mayor estabilidad. El tercero, pero no menos importante, es la apuesta por la unilateralidad para la superación del ciclo anterior por parte de la izquierda abertzale. Los tres, y especialmente el último, parecen desatascar el escenario y romper el esquema de resolución en bloque y simultaneo que tan problemático se había demostrado. Lo que se dibuja, pues, no parece ser un escenario de resolución y acuerdo global, sino la apertura de un proceso en el que a medio-largo plazo, y por vías exclusivamente políticas y democráticas, se plantee una reconfiguración del espacio político, la superación de las consecuencias del conflicto armado, y el conflicto político de fondo, pero en tiempos, momentos y con alianzas distintas, en función de la relación de fuerzas, de forma dinámica y dialéctica.
El escenario ya está en movimiento y son numerosas las señales, más allá de las declaraciones de la izquierda abertzale o la importantísima Declaración de Bruselas: el nerviosismo de algunos, la progresiva configuración de un bloque de izquierda soberanista, las reflexiones de Jesús Eguiguren? O cierto cambio perceptible en la actitud del Ministerio de Interior, que ha pasado de torpedear abiertamente el proceso de la izquierda abertzale a, parece, dejar hacer. Conviene detenerse en este aspecto. Porque la estrategia actual parece ser la de jugar a dos bandas: dejar hacer por si pudieran obtenerse réditos político-electorales, o volver a la mano dura en el último momento en caso contrario. Y esto puede enredar el proceso, porque puede abrir expectativas negociadoras que luego acaben en frustración si las encuestas en España piden mano dura.
¿Y ETA? La decisión parece dilatarse y ha habido ya un par de ocasiones de intensos rumores que se han quedado en nada y que ahora apuntan a septiembre. Es evidente que hay diferente percepción de tiempos, y que lo que desde fuera parece lento, desde dentro puede parecer rápido. La decisión requiere un periodo de maduración que es importante, porque lo esencial y novedoso es que la izquierda abertzale arrastre a ETA en su decisión. Por eso hay que ayudar en lo posible, aunque es cierto que un proceso que no se alimenta es un proceso que se muere. En cualquier caso, la cuestión de la unilateralidad es central, por encima de expectativas negociadoras, porque es la que permite mantener la dirección del proceso de cambio, sin condicionarla en exceso a la dinámica electoral española. En este sentido, una eventual decisión de ETA no supondría una tregua en lo político, sino que puede incluso abrir un camino de confrontación democrática, a favor de los derechos políticos y civiles o del propio derecho a decidir, que habrá que pelear mediante movilización social. Y probablemente es bueno que así sea, porque evita los problemas de la solución global. Abriría no un proceso con fases, etapas o escalones definidos, sino un proceso dinámico, complejo y múltiple en el que estén sucediendo muchas cosas a la vez, con un grado de contradicción sostenible y eficaz, que no suponga una nueva frustración para la masa social movilizada.